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Educación: Instrumentalidad o Emancipación

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    R4T
  • 19 may 2020
  • 64 Min. de lectura

Actualizado: 27 may 2020

Por Dr. Nicolás Gerardo Contreras Ruíz

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A la Memoria de Luis Gerardo

Para Vladimir Alberto

“El hombre que no sobe nada,

nada que no sea la experiencia

de todos los sufrimientos en su

carne herida, el pobre, <<el pequeño>>, ese


probablemente sabe mucho más que un espíritu

omnisciente emplazado al término del

desarrollo ideal de la ciencia, para quien, según

una ilusión generalizada en el pasado siglo,

<<tanto el futuro como el pasado estarían

presentes ante sus ojos>>.

Michel Henry, Encarnación.


“¿Quién podría decir cuánto daño y cuanto bien, en épocas anteriores, fueron fruto de la aplicación exagerada a las relaciones sociales de metáforas y modelos forjados conforme a las pautas de la autoridad paternal, especialmente a las relaciones de los gobernantes con sus gobernados, o de los sacerdotes con los legos?

Isaiah Berlin, Conceptos y categorías. Ensayos filosóficos.



Tiempo ha, tres décadas aproximadamente, de la aparición —en su primera edición— de un libro que irrumpe en nuestra atención, arrojando nuestra manera habitual de percibir y concebir la actividad desplegada en el ámbito educativo a un estado de desconcierto, de inquietud, de perturbación, enviándonos de súbito a afrontar el cuestionamiento de lo que se efectúa y de las condiciones en que tiene lugar esa efectuación en el terreno intricado en cuestión, los modos en que se asume de ordinario, su acontecer en los diversos escenarios que le concretan. Se trata de una obra que seguramente ha incomodado las buenas conciencias de quienes se han dignado leerle y, en forma más contundente, de aquellos que por añadidura, se encuentran adscritos a alguno de los gradientes constitutivos del espacio de nuestra consideración, la educación. Además, el título con que ese libro se ofrece a nuestra mirada: El maestro ignorante, al anticipar el deslizamiento de tesis insólitas, discusiones y argumentaciones a propósito de los supuestos fundantes de la gramática propia a esa actividad, colmada de una vasta red de creencias, hábitos e ideas, no deja de importunar a nuestros usos más firmes. Es una obra que exige una amplia disposición a sortear la desazón provocada por sus iniciales apuntes, a abrirse a la prosecución del curso de sus líneas de manera detallada, de los razonamientos y juicios que le sustentan, ya la crítica emplazada a los procedimientos que nos son familiares y que cobran despliegue en ella, de los que participan una buena parte del concierto del orden social planetario (particularmente el nuestro, el sistema educativo mexicano).


Se trata de la obra del filósofo francés Jacques Rancière —a la que parece convenir, guardando las distancias pertinentes, el barrunto que adelantara Marx a propósito de uno de sus libros, inadvertido, relegado y regalado a la crítica demoledora de los roedores—arrojada a las zonas periféricas de la atención, abandonada al desinterés, excluida, marginal. El discurso de El maestro ignorante ha sido profundamente ajeno a la deferencia de mucho de los círculos de especialistas adscritos a la tarea de custodia de una empresa formativa pedagógica que tiende a asimilarse, a contracorriente de los alcances más propios de lo educativo—a cuya base aparece ineludible una actitud crítica, una nota promotora de la sensibilidad, del pensamiento reflexivo y una amplia disposición a lo creativo—, al curso de una existencia en común estructurada a partir de la desproporción existente de hecho en las distancias insalvables entre sus diversas manifestaciones.


Situación donde la tensión manifiesta en las pautas de la eficacia y la eficiencia, de los medios orientados a fines, se ha erigido como factor determinante del acontecer en los escenarios de lo social, socavando el horizonte propio de la cultura, en particular, precisamente de ese aspecto suyo decisivo que concierne al hacer desplegado en la actividad de nuestra alusión, la educación, inhabilitándolo profundamente al situarlo en el plano de lo necesariamente accesorio, de momento subsidiario de esas unidades funestas que vienen fijando profusamente los cursos de la condición humana y de su razón de ser, el mercado y el valor de cambio —tendencia trágica para la mayoría del componente humano en el planeta, recrudecida con el advenimiento de un proceso globalizador tutelado por la barbarie neoliberal—.


Libro incómodo el expuesto a nuestra mirada por el filósofo francés, cuya palabra se despliega en el desacuerdo, en las líneas de un razonamiento radicalmente disidente respecto de un estado de cosas en que discurre de ordinario la práctica educativa, derivado de la comunidad de consenso de aquellos expertos gestores del operar de ese campo decisivo de la vida humana asociada, estructurado al mayor margen posible de condiciones de posibilidad al desarrollo de la misma, en cuanto praxis continua de experiencias favorecedoras a la formación e institución de seres humanos aptos para el ejercicio de un buen vivir. Especialistas cuyo compromiso aparece circunscrito a la impronta de una suerte de distorsión de esa actividad, desde la confección de fabulaciones convenientes al balance axiomático de las leyes del costo-beneficio, al que han de ceñirse los variados modos de desplazamiento de los seres humanos en el mundo.

Un trabajo a cuya base marcha la imposición de arquetipos respaldados por una supuesta erudición en la materia, adscrita al movimiento de esa lógica dominante en el panorama planetario contemporáneo, que fuera magistralmente nombrada por los pensadores de la Escuela de Frankfurt como racionalidad instrumental, fuerza que cede escasos márgenes a una pragmática sustentada en la apuesta continua por “la autotransformación de la vida, el movimiento por el que no cesa de modificarse a sí misma para alcanzar formas de realización y de cumplimiento más altas, para acrecentarse”[1].


Las páginas del texto en cuestión sacuden los soportes y ponen en entredicho los dictados gastados y reiterativos de los formulismos de una añeja tradición educativa que tiende a presentarse con cada paso del tiempo, con supuestos títulos de novedad y cuyo esfuerzo radica en la preservación del culto a la iconografía empresarial que envuelve el panorama gris del tiempo contemporáneo. Nada más ajeno a las variadas invitaciones a ver en esos montajes del hacer educativo, que la apuesta por madurar modulaciones encauzadas a la configuración de seres humanos cuya vía en el curso de la existencia tengan por sustento a la dignidad, a la integridad, a la rectitud, a la decencia, a la orientación a asumir un pensamiento y una acción en concordancia con las líneas de una buena vida, con un buen vivir. De “buenas intenciones” aparece colmado el camino hacia el abismo.

De acuerdo con Javier San Martín, el trazo real comprendido en ese recorrido no es otro que la preservación del control sobre las conciencias, las ideas y el rebajamiento de la razón, todo un proceso de cosificación del ser de lo humano mismo, que no sólo lleva a contradicciones de carácter epistemológico sino, más allá de ello, a la manifestación sintomática de una enfermedad mucho más seria y profunda[2].


El libro de Rancière, de frente a la serie de imposturas que se vienen imponiendo a la actividad de educar —caso ejemplar el del orden social mexicano—,nos parece un pertinente llamado de atención y un emplazamiento a la indispensable puesta en cuestión, a la pregunta incisiva en torno de esa práctica imprescindible a las articulaciones de la vida asociada en su temporalidad, cercano al de aquella crítica vigorosa emprendida por Husserl durante la tercera década del siglo XX. Denuncia de los alcances estrechos de la ciencia moderna, verdadero infortunio para la cultura europea, toda una interpelación a la“ apertura a la consideración filosófica del destino de la razón humana y de sus implicancias ético-políticas, sobre todo para comprender un mundo social dislocado… cuyas graves consecuencias se expresarían en los movimientos totalitarios que producirían la profunda crisis mundial de las décadas 30 y 40 del siglo pasado”[3].


El autor francés emplaza a preguntarnos por lo que acontece en los espacios del hacer educativo, por la manera en que discurren los modos de relación entre los agentes ahí situados, las formas de percibir, concebir y entender los procesos que acaecen en las intersecciones del mapa en que cobra lugar la relación enseñanza-aprendizaje. Un escenario que puede considerarse, con mucho, paralelo al vivido por el pensador alemán, porque en ambas experiencias lo que aparece en juego es el tema de ese universo inagotable llamado cultura, la vida misma. Rancière, al retrotraernos, en una suerte de envío obligado, a una praxis pedagógica que acaece en los comienzos de la modernidad, a partir del irrumpir de un estilo, de una forma peculiar, una anomalía en los parajes de esa actividad, que hace de la práctica ahí emplazada un ejercicio continuo en favor de la autonomía, de la necesidad de que la institución de seres humanos sea configurada a favor del esfuerzo tenaz en favor de la libertad, para escándalo de los versados en esa tarea ceñidos a la costumbre favorecida por esa suerte de pensamiento naturalista que visualiza en la jerarquía la regularidad indispensable, el carácter normal y el destino del orden humano asociado.


Toda esa concepción infausta que defiende resueltamente la idea de que el ordenamiento de la vida en común ha de ceñirse al operar de un esquema de gradación fija y precisa, una estructura requerida de la relación inexorable arriba-abajo, por encima-por debajo, superior-inferior, incluido-excluido. Noción que, resonando intensamente en los despliegues del hacer educativo asegura su arraigo en las conciencias y en el actuar humanos, para sujetarles al criterio firme de la normalidad de ese estado de cosas, escindiendo a esa práctica de su horizonte pertinente, el que le instala como uno de los aspectos decisivos de la cultura que es, como llega a sostener pertinentemente Michel Henry, cultura de la vida[4], para ser resuelto en un teatro que le es radicalmente ajeno, amenizando el juego de adherencias de las subjetividades a los apremios de un aparato económico que vehicula los ritmos de una sociedad deshumanizadora, cuyo rostro aparece encubierto en gran medida, debido a la distorsión operada por la retórica de epígonos con aires de prestigio.


Husserl, en la célebre Crisis de las ciencias europeas,advertía de losriesgos implicados en la desafortunada pretensión de objetivar categóricamente al mundo, de convertir un ideal de verdad en “norma universal de todas las verdades relativas que aparecen en la vida humana, de las verdades situacionales reales y presuntas [lo cual] afecta, obviamente a todas las normas tradicionales, a las del derecho, a las de la belleza, a las de la conveniencia, a las de los valores personales dominantes…”[5] y, consecuentemente, a las de la educación, en suma, a todo lo que aparece dispuesto en el margen de la cultura a cuya base está la vida[6]. La denuncia y advertencia de Rancière, en las dos últimas décadas del siglo XX, constituye una interpelación a favor del necesario emplazamiento a repensar y cuestionarnos lo que está en juego en el escenario particular de la cultura llamado educación.


Un llamado de atención que intersecta con el pensamiento husserliano de la tercera década de ese ágil siglo, una actual advertencia que acomete el ineludible exhorto a prevenir del posible emerger de otra más de las grandes catástrofes y tragedias de nuestro tiempo, una contemporaneidad atestada de contextos “donde reina una desigualdad inconcebible para unos países desarrollados, donde el índice de los expulsados de los beneficios sociales y políticos de la asociación a la que teóricamente pertenecen es elevado”[7].La persistencia en prácticas educativas diseñadas para el aseguramiento de la continuidad de modos de pensamiento y actitud convencidos de la necesidad del estrato —en muchas de sus manifestaciones, radical— en el conjunto de los aspectos y modos de darse de la organización de la vida en común, confiere paso franco a los abusos de la dominación, al despliegue de su atroz aleteo; al pensamiento de la ineluctable verticalidad en la condición humana.


Todo bajo el auspicio y amparo de una lógica cuyos trazos tienen sustento en los márgenes de una razón instrumental, requerida de la usurpación de momentos del discurso y de marcos conceptuales que le son ajenos —propios de las humanidades—, abonando profusamente a la fragmentariedad de la vida en común, a la ruptura radical del plano reticular de lo social, al desbordamiento de la violencia en los variados ámbitos donde acontecen los diferentes modos de la experiencia, a la anulación de la subjetividad en procesos cada vez más amplios de masificación que hacen evocar la cara detestable del totalitarismo.


La puesta en marcha de un nuevo modelo educativo en el escenario mexicano (continuado hasta ahora en amplia medida bajo el signo de una cuestionable abrogación por el régimen auto-intitulado de la Cuarta Transformación[8]), aparece como una suerte de imperativo que tiene en el escamoteo su sustento principal, dando garantía a la continuidad de la exclusión, a las formas de una sociedad indigna cuyas condiciones de existencia marchan a contracorriente, al mayor grado posible, del desarrollo de la cultura en sus variadas manifestaciones. Quizá haya que plantear que en el margen del proceso que tiene lugar en la acción de educar, se viene desplegando una proyección donde, al igual que en el tiempo del gran filósofo alemán, el marco del saber tiende a agotarse en los vericuetos del análisis formal, en la promoción de sustituciones de las expresiones de la vida, de su saber, por idealidades donde su valor tiende a la disolución de la misma: el cálculo, el ciframiento instauradas como categorías dignatarias por su identificación con el beneficio y el privilegio exclusivos; la planeación rígida, la anticipación inflexible, y la vasta gama de prescripciones que agotan en el saber matemático y en el manejo preciso de las formas lingüístico gramaticales, el curso de la formación básica de lo humano.


El desprecio, la indiferencia, la indolencia por la actividad artística, por las humanidades, por la filosofía, aspectos necesarios e imprescindibles en los itinerarios de la formación humana en el conjunto de los niveles del hacer educativo, dan muestra del posible dislocamiento de lo social con el ceñimiento dela dimensión cultural, a los cauces de una razón trabada en lo técnico, lo ya determinado, lo previamente establecido en el curso de las formas humanas, verdadera revocación del mundo de la vida y de la experiencia vivida. Toda una pretensión por imponer a la visión de esa tendencia, los rasgos de una faceta amable que posibilita la usurpación de lugares éticos, a partir de un marco conceptual falaz —saber hacer, saber ser, saber convivir, etc.—, que separa el hacer educativo del sentido que le es más propio.


El planteamiento de Rancière


El estudio de Jacques Rancière, titulado —para estupor de muchos— El maestro ignorante[9], arremete en contra de los modos frecuentados de ordinario por el hacer educativo, sumamente familiares en él y se conforma a manera de uno de los aportes plausibles a la reivindicación del carácter medular de esa actividad, entendido en asociación ineluctable con esa fuente vital a la que nombramos con cierta habitualidad, “cultura”. Se trata, de la puesta en cuestión, desde un ejercicio consecuente con el hacer filosófico, de lo que acontece en el trayecto que actualiza el ejercicio educativo, estrechamente avenido con una modalidad del pensamiento criterial[10] que enlaza y vehicula los amplios y variados desplazamientos en que discurre la contemporaneidad. Un análisis profundo que pone en cuestión, desde la figura de Joseph Jacotot ‑situada en el corazón mismo de una inicial pujante modernidad‑‑, al soporte lógico de las prácticas moduladas en favor de la cancelación de los poderes monacal y monárquico, superación del estado de tutelaje –la minoría de edad denunciada por Kant-, tentativa que reclama reorientar la tarea educativa hacia el impulso de la razón bajo el axioma de la ciencia.


Confianza plena en el progreso, en el triunfo ineluctable de la razón que terminaría por instalar el imperio de la libertad, la igualdad y la fraternidad. La interpelación de Rancière, desde la invocación a Jacotot, apunta a la denuncia del mecanismo dilecto de una tradición pedagógica cuyo ejercicio tiene como corolario al atontamiento. Dispositivo asiduo que en su resonar intenso recorre el tiempo alcanzando a los variados escenarios en que discurre la actividad educativa en el panorama contemporáneo. Otras formas de tutelaje han ocupado los itinerarios de una institución que se pensara hilo conductor de lo humano hacia estados cada vez más acabados. De la intención del reencauzamiento de las mentes a partir del auge de la razón, sólo la reducción a pautas de adiestramiento operadas desde procesos de escolarización al servicio de la economía, abstracción activada por el empecinamiento soberbio de ciertos intelectuales que abocado a conferir el acta egregia de ciencia a esa idealidad, la hacen fundamento último de la estructura del sistema social planetario contemporáneo[11].


En el análisis de Rancière, se pueden advertir las líneas de una crítica rigurosa a ese plano especulativo formal donde tiene lugar la ejecución de una vasta sustracción de la dimensión de la cultura y de sus posibilidades –fundamentalmente del momento educativo-, quedando sometidas a los reclamos del canon sistémico que tiene en la instrumentalidad el eje privilegiado de su funcionamiento. Racionalidad cuya dinámica discurre en el escamoteo de lo práctico a los enlaces eficiencia-eficacia, medios-fines; la idea de funcionalidad operando bajo el propósito primordial de la utilidad. Noción de suyo estrecha que en el margen educativo ha desplegado sus líneas erosionantes en los formulismos de una didáctica articulada a partir de la rigidez del acto explicativo, del explicar. Se asiste ahí al juego de un trabajo de retractación del sentido propio de esa actividad escamoteada al movimiento de un circuito viciado que dispone a las inteligencias en una gramática regulada en la asimetría entre el saber y la ignorancia, en la jerarquización categórica de esos momentos.


Un hacer educativo que en ese esquema adquiere el papel, de acuerdo al filósofo francés, de gozne donde destaca la figura del maestro como instancia que al ser portadora exclusiva del saber, posee de suyo la facultad de elucidar a quienes aparecen dispuestos en el papel de alumnos —previamente etiquetados casi de modo absoluto con el rasero de la ignorancia—, acerca de los procedimientos adecuados, el método correcto para arribar al conocimiento, para apropiarse de la verdad. En este sentido, la educación es entendida a manera de trabajo precedido del juicio indubitable de que toda comprensión humana requiere del previo e indispensable concurso de la explicación, capacidad exclusiva de la inteligencia del maestro conocedor que trabaja sobre la escasa o nula inteligencia del alumno que aspira a conocer —una aspiración las más de las veces ajena, no propia—. Pensamiento subsidiario de una razón arrogante que al estar en posesión de la firme convicción de operar en favor del progreso, mantiene la idea precisa, inamovible de la necesidad de un orden en la asociación humana a partir del código incontrovertible de la supremacía de unos seres humanos respecto de otros.


Es el aforismo que históricamente etiqueta las distancias interhumanas en el ámbito de la capacidad intelectiva, como señala Rancière a propósito de Appius Claudius senador romano, encarnación de la oposición a cualquier solicitación de la plebe, manifestación particular de los desplazamientos dominantes en el senado, en sus diversas confrontaciones con los sectores de la base social del régimen de la Roma imperial. El poder de su elocuencia es disuelto por una sola vez, cuando el “populacho” arremete en contra de ese orden en la decisión por cuenta propia de reunirse en el Aventino, haciendo saltar con ello a escena, a un personaje excéntrico que por añadidura posee la cualidad de lo razonable, capaz de la extravagancia impensable para Appius Claudius, la disposición a escuchar a esa partida atrasada e inculta, hablarles bajo la premisa del reconocimiento de su aptitud —es decir, de la aceptación de que son hombres poseedores de inteligencia— para entender el discurso de aquellos situados por sí mismos en el rango de los espíritus superiores, en suma, visualizarlos como seres igualmente razonables[12].


En el contexto educativo, la actitud de Claudius se actualiza con frecuencia. No son pocos los que mantienen el cuestionable principio tenido por definitivo, de la distancia entre los que conocen y los ubicados en el margen de la ignorancia, o bien, de la superioridad de lo tenido por racional sobre lo irracional, o de la actividad desarrollada bajo la dirección del método sobre la dispuesta en el campo de la dispersión característica de un presunto sentido común[13]. La excentricidad de Menenius Agrippa, el loco que irrumpe en escena, sigue ocupando el sitio de lo absurdo e insensato. Un enfoque epistemológico que, en la apuesta por la exclusividad en el ejercicio de la conciencia que aporta a quien la posee, la aptitud igualmente exclusiva en la posesión del conocimiento, tiende a la fragmentación inexorable de las existencias en el mundo, promueve y propaga el sello de una objetividad restringida, que excluye la posibilidad de su asociación a contextos de acción práctica y comunicativa, haciendo jugar la apuesta humana en ese dominio, en un significado unívoco de la verdad y de sus principios “racionales” que, se considera, son transferidos de una inteligencia sabia a inteligencias no aptas envueltas por el manto del desconocimiento, de la barbarie[14].


Forma privilegiada del cauce instrumental que arrastra al componente humano del panorama planetario, decretando para la ciencia el título exclusivo de dignidad de conocimiento fiable y, para la técnica, el momento determinante para la evaluación de toda actividad humana. Racionalidad que penetra los espacios educativos fijando pautas al actuar de sus agentes, disponiéndoles en la red de lo útil, de lo eficaz, de lo funcional. Una razón formal que al sustraer la dimensión de la experiencia humana —uno de cuyos menoscabos principales acontece con mayor intensidad precisamente en el plano de la educación— a las condiciones del cálculo, de la fijación anticipada y del ordenamiento teleológico, concluye en el deterioro del mundo de las cosas, de la mente y del cuerpo, del espíritu y de la materia, del sujeto humano mismo, y, de acuerdo con Michel Henry, de la propia vida[15],por cuanto que todo puede ser ceñible a la condición de objeto, necesaria al esquema del costo-beneficio, pérdida de hecho del valor intrínseco de cada cosa, de la condición humana misma. Infortunada visión que disuelve las formas de pensar y de actuar en los vericuetos de una falsa necesaria estratificación de sus expresiones dando por sentada o natural la clasificación: superiores-inferiores, poseedores-desposeídos, sabios-ignorantes...[16].


El de Rancière es un texto desafiante y provocador que advierte y pone en tela de juicio la articulación de los hábitos y líneas de percepción vinculados a esa infortunada tradición, transferidos a la actividad desplegada en los espacios que alojan la práctica educativa acoplándola a una serie de esquemas circunscritos a la mecanización; experiencias delimitadas por el abuso de la reiteración de juicios, definiciones e inferencias, por el exceso de recursos memorísticos en la aprehensión de contenidos ajenos a la deliberación, al cuestionamiento de las tesis, discursos, postulados e ideas que los sostienen; de sus qué, sus cómo o sus por qué, restando viabilidad al ver e ir más allá de esos datos y de lo dado mismo[17].Toda una puesta en suspenso o un abandono radical de la oportunidad al pensamiento abierto a la pregunta, a la crítica; a la perspectiva de autonomía que supone el ejercicio de pensar y de sentir por cuenta y riesgo propios, de lo imprescindible de la ampliación de los márgenes de la intersubjetividad y de sus consecuentes naturales, la cooperación y colaboración que conducen al enriquecimiento de lo propio en la apuesta por el mejoramiento de todos, esa dialéctica implícita en el intercambio de voluntades e inteligencias orientadas a la creación y re-creación de experiencias cognitivas, sensitivas, imaginativas.


La crítica del filósofo francés tiene su fuerza principal precisamente en la pregunta por el operar del dispositivo dilecto del hacer educativo favorable a los modos de darse delo instrumental en el mundo contemporáneo, la explicación negada a la reciprocidad, a la permuta y que deja a la experiencia humana constreñida a la verticalidad de sus asomos y presentaciones, de sus modos de asociación y de mirada en torno de la realidad, manejando como posibilidad única de la asociación humana el nexo de la dependencia en el darse de unos y otros en el mundo, ese raro compendio donde reina de manera exclusiva la unilateralidad, la irreversibilidad, la imposición del silencio, la anulación de la palabra, toda esa habitualidad estrecha cuyo fundamento último tiene su corolario en la impotencia.


El procedimiento explicador, a partir de la consolidación de la modernidad no ha cesado de adecuarse a las condiciones que el tiempo le impone con cada paso de su recorrido, incorporando sesgos distorsionantes de la verdad y de la realidad, le permiten contrarrestarlas líneas disidentes que le resisten. La conservación del aparente criterio de su ineluctabilidad, manifiesto en la puesta en operación de un racionalismo excesivo irremediablemente dogmático, pone en olvido a una de las facultades naturales propias de todo ser humano: la inteligencia prístina vivida por mujeres y hombres en la etapa inicial de su existir, una inteligencia que se irradia a todo mostrando que el ser se despliega en la articulación, en la pluralidad, en el intercambio, en el abandono de todo punto de referencia único y definitivo. La rutina que tiene lugar en la explicación, para Rancière, constituye, con la negación a la apertura, al sentido propio y autónomo de la verdad, uno de los obstáculos decisivos al desarrollo y profundización de la autonomía de los seres humanos, a una suerte de madurez del pensamiento que permitiría acotar las facetas de lo dogmático, la apuesta desafortunada por el sometimiento, fenómeno que conduce a la infeliz práctica de “organizar” los espacios de la vida social a la manera de guetos donde son dispuestas las tenidas apriorísticamente por “inteligencias inferiores”.


Dice nuestro filósofo: “… este niño que ha aprendido a hablar a través de su propia inteligencia… empieza su instrucción propiamente dicha. A partir de ahora, todo sucederá como si ya no supiese aprender más con ayuda de la misma inteligencia que le ha servido hasta entonces, como si la relación autónoma del aprendizaje con la verificación le fuese a partir de ahora ajena”[18].


Anclaje profundo de nuestra mirada y modos de apreciar la práctica educativa a ese principio cerrado arropado por los trazos de una distancia insalvable entre las inteligencias, superiores unas sobrepuestas a otras inferiores que deben ser instruidas por aquellas, formarlas a partir de procesos que aseguren su adaptación, educarlas para su acomodamiento a lo dado. De aquí a la exaltación delirante del ego hay un solo paso porque, ¿qué demarcación pertinente podría establecerse entre un pensamiento convencido de la normalidad de un orden social afirmado en una visión jerárquica de sus cosas y aspectos, y a las concepciones que tienden a la proyección del yo a la búsqueda —por igual normal—, de los niveles tenidos por superiores en la escala social favoreciendo todo aquello que conduce y permite su exclusividad y su profundización, ese apego obsesivo al beneficio exclusivo y excluyente donde se pierde radicalmente la posibilidad de la toma en cuenta del otro, de los otros, de lo otro, que de una u otra manera me constituyen y a los que yo, de una u otra forma tiendo a constituir?

Dirección dominante allanada por los soslayos de oficialismos y burocracias promotores y reproductores de esa perversión global de la escuela del mundo al revés, como califica estupendamente Eduardo Galeano[19] al proceso y tensión constitutivos de conciencias y de prácticas enclaustradas en las prisiones y cautiverios —sutiles unos, descarnados otros— contemporáneos[20]. Es como señala lúcidamente Michel Serres que, nosotros, los adultos, hemos transformado nuestra sociedad del espectáculo en una sociedad pedagógica en que la competencia aplastante y vanidosamente inculta ha terminado por aplastar a la escuela y a la universidad, donde los medios a través del tiempo de audiencia y debido a la seducción y a cierta importancia, se han apoderado de la función de enseñar[21].


La explicación, actitud parcial y parcializante, asimismo, orientación sobre-privilegiada, sobre-recurrida por el movimiento particular de los espacios pedagógicos, reducido a la reiteración continua de ese proceder resuelto en ambientes exiguos que atestiguan del sometimiento de unas inteligencias a otras, un operar donde el poder volitivo tiende a la inhabilitación de sus alcances en favor del no-poder que Rancière llama atontamiento, impotencia que radicaliza la tendencia infausta de anulación de la subjetividad y de la intersubjetividad en la falsa conexión sabiduría-ignorancia, que atrapa al polo ignorante en la convicción de su inferioridad y de su necesario sometimiento al superior en conocimiento, saber y aptitud y, a la inversa, donde el polo superior termina regodeándose en la solidez irrecusable de su superioridad intelectual respecto de lo a priori dispuesto en la categoría de lo inferior. Aseguramiento de las variadas formas de adaptación de la subjetividad a los tiempos que corren.


El trabajo de los educadores supone una lectura agotada en un acto de conocedores exclusivos, cuya tarea es transferir su saber a los ignorantes educandos, necesariamente dependientes de ellos. Negación terminante de toda oportunidad al intercambio, a la dialogicidad, a la horizontalidad y reversibilidad en los procesos del saber que nos son siempre inacabados respecto de los diferentes campos y momentos de lo real, del mundo abierto ante nosotros. Joseph Jacotot, personaje que vertebra el aporte de Rancière, formula la propuesta de una lógica inversa a la del explicador, sustento del atontamiento de las conciencias. Se trata de una toma de distancia respecto del mito fundante de esa actitud, ese que emplaza a que en los educandos hay de suyo una incapacidad para comprender desde sí mismos ciertas cuestiones, temas, discursos, afirmaciones, razonamientos, debido al alto grado de especialización y complejidad de su contenido. Jacotot muestra que la condición humana, es la misma en los diversos modos de expresión del intelecto, nunca separado en una relación dicotómica entre lo inferior que “registra al azar las percepciones, retiene, interpreta y repite empíricamente, en el estrecho círculo de las costumbres y de las necesidades… la inteligencia del niño pequeño y del hombre del pueblo”,[22] y algo superior que “conoce las cosas a través de la razón, procede por método, de lo simple a lo complejo, de la parte al todo… que permite al maestro transmitir sus conocimientos adaptándolos a las capacidades intelectuales del alumno y la que permite comprobar que el alumno ha comprendido bien lo que ha aprendido… Tal será en adelante para Jacotot el principio del atontamiento”[23].


El personaje en cuestión, profesor de retórica, de análisis, ideología, lenguas antiguas, matemáticas y derecho, artillero en el ejército de la República, instructor militar en la Oficina de las Pólvoras, secretario del ministro de la Guerra,… advierte que en el curso de la actividad educativa, se juegan dos aptitudes humanas: la inteligencia y la voluntad, dos inteligencias y dos voluntades —la de los alumnos y la de los profesores—. Que cuando una inteligencia es subordinada a otra inteligencia, abre paso al atontamiento; asimismo, que una inteligencia, carente en un momento dado, del respaldo de una voluntad propia fuerte que le mantenga en la perspectiva de su propio desarrollo, al ser apoyada por otra voluntad se despeja la vía a la emancipación.


Hay en esto último el fruto de una acción pedagógica demarcada de la aciaga tradición que tiene en la tarea de atontar la forma única viable para el acto de educar, abreviada en la necesaria transmisión del conocimiento del sabio al ignorante. Señala nuestro autor: “En el acto de enseñar y aprender hay dos voluntades y dos inteligencias. Se llamará atontamiento a su coincidencia. En la situación experimental creada por Jacotot, el alumno estaba vinculado a una voluntad, la de Jacotot, y a una inteligencia, la del libro, enteramente distintas. Se llamará emancipación a la diferencia conocida y mantenida de las dos relaciones, al acto de una inteligencia que sólo obedece a sí misma, aunque la voluntad obedezca a otra voluntad[24] (el subrayado es nuestro).


La aportación de Rancière incorpora el replanteamiento del sentido del hacer educativo desde el tema de la intersubjetividad, una reformulación que, desde una actitud autocrítica, debe llevar a cabo el propio maestro a propósito de su actividad. Es la experiencia asumida por Jacotot cuando un grupo de jóvenes holandeses le solicitan ser enseñados en el idioma francés y él, que desconoce el idioma holandés, deja a esos desconocedores de la lengua francesa, margen abierto para que desde sí mismos, sirviéndose de la edición bilingüe —francés-holandés— de la obra Telémaco, alcancen la apropiación, lo que hacen de hecho, de los aspectos lingüístico-gramaticales de una lengua que les era ajena. Lo que ahí se atestigua es el trastocamiento radical de los cánones y hábitos recurridos en la práctica educativa: todo sujeto que desee aprender cualquiera de los campos disciplina recreados por la condición humana, en el despliegue de sus capacidades y aptitudes corporales, intelectuales, sensibles, espirituales, puede hacerlo al margen de la mediación explicadora del maestro, lo cual no supone que haya que prescindir de éste Portador de la fuerza volitiva, el profesor constituye el momento de la otra subjetividad indispensable para el encuentro de las voluntades, necesario al desarrollo de las inteligencias, de la potencia de los educandos para que, desde sí mismos, asuman la búsqueda —que siempre ha de ser permanente— del conocimiento. Porque la inteligencia es la misma en todo ser humano, porque en todos reside el mismo poder de espíritu, esa intensidad inmanente a todo componente de la condición humana.


Ahora, lo que pareciera constituir un principio, el de la jerarquización de las inteligencias, exclusivo de la atmósfera educativa ¿no ha resonado con profunda intensidad con sus nefastas implicaciones en el orden social, un enfoque desafortunado de la asociación humana bajo el cauce de una falsa necesaria estratificación de sus componentes —los más-los menos, los cultos-los incultos, los racionales-los irracionales, los civilizados-los bárbaros—, toda una concepción que articula el rubro de naturalidad para un estado de cosas cuyo sustento privilegiado aparece en los mecanismos de dominio-subordinación, de la inclusión-exclusión, de las figuras del amo y del dependiente? La experiencia de Jacotot, invocada por Rancière, emplaza a replantearlo que se juega y apuesta en el teatro de la educación: ¿lo que entendemos los situados en ese campo de la vida social y de la cultura como beneficio al transferir nuestro saber, nuestro conocimiento, a quienes han sido dispuestos en el terreno del no saber, nuestros alumnos, no tendrá más bien el carácter de una verdadera pérdida?


Con nuestro trabajo explicativo, al que asumimos como modo único de los procesos de enseñanza-aprendizaje para el desarrollo de una formación académica ideal, ¿no estamos impulsando verdaderas ataduras a la zona infortunada del atontamiento para aquellos seres a quienes hemos situado previamente, a partir de una obtusa gradación, en la escala de lo inferior, esa impertinente convicción nuestra de estar instalados en el estrato espurio de la superioridad?¿No estamos participando en la tarea de preservación de un ordenamiento social promotor de variados modos de estupidez, de vulgaridad, ordinariez, de esa nefasta tendencia a identificar el poder con la dominación, fundamento privilegiado de la sinrazón dominante en el panorama planetario?


Persistencia del atontamiento


Joseph Jacotot, en su tiempo, evidenció la argucia tras la estructura que confería sustancia a la enseñanza sujetándola al acto de transmisión de conocimientos: constituir espíritus humanos para asegurar su recorrido por la cuesta del progreso, esquema que confiere a la verticalidad el lugar preeminente en el pensamiento humano y en las prácticas de la vida en común. Desproporción en la lectura de las cosas del mundo que se asegura prioritariamente a partir de la convicción de que la tarea propia del maestro es la de esclarecer para y sobre sus alumnos todo aquello que ellos desde sí y por sí mismos, no son capaces de entender; papel, a un mismo tiempo, de explicador y juez que deja sin lugar al cuestionamiento, a la indagación, al examen, dando paso franco a la verdad única, expuesta en términos concluyentes.


Explicación ella misma explicada, sellada. El discípulo, alumno, educando, identificado con la condición de objeto, de un ser cosificado negado de sus capacidades intelectivas y reflexivas, sin mayor posibilidad que la de la adaptación y sometimiento a la inteligencia y perspectiva del maestro, a un estado de pasividad requerido por la lógica de la explicación, es decir, a desempeñar el papel de entidad meramente receptora en la distribución de los roles exactos que fijan la distancia irreductible entre el saber y la ignorancia… Señala Rancière: “El secreto del maestro es saber reconocer la distancia entre el material enseñado y el sujeto a instruir, la distancia también entre aprender y comprender. El explicador es quien pone y suprime la distancia, quien la despliega y la reabsorbe en el seno de su palabra”[25].


El panorama abierto a la socialidad con el advenimiento de la modernidad, propio del vano sueño que acariciara la conquista de una razón universal y única, entre cuyos propósitos se ubicaba la libertad de los hombres, un poder favorecido por los alcances de la ciencia, demanda la custodia del sector social en posesión de la luz del conocimiento vedado a la generalidad del componente humano europeo, el sector ilustrado, instancia garante e infalible para alzarse al reino de la verdad. Indispensable a esa tentativa aparece una economía de la explicación administrando las posibilidades de la ilustración, porque la salida de las tinieblas requiere de la iluminación que sólo poseen aquellos espíritus eruditos, despojados del prejuicio y superstición sustento del dominio de reyes y clérigos, portadores de la inteligencia requerida por la empresa libertaria.


Una idea que ha surcado el curso del tiempo para continuar nutriendo los andamios de sistemas educativos contemporáneos—como el mexicano, subsidiarios de una estrategia reiterativa que dicta las prescripciones favorables a las vicisitudes y avatares del pensamiento y las prácticas dominantes en el paisaje planetario—, desde la recuperación sesgada y mistificada de glosas globalizantes como las contenidas en el célebre informe a la UNESCO de 1996, titulado con cierta tonalidad deferente, conmovedora, sentimental: “La educación encierra un tesoro”. Discurso propicio para el montaje de una política educativa --como la aplicada en México­--, acorde a las exigencias de la rentabilidad económica, culto primordial de los amos de la humanidad, dominio infame e insultante mediado por el aparato financiero que asegura su continuidad—FMI, BM, BID,OCDE—.Tragedia general, universo absurdo caracterizado por la banalización de la cultura en el curso desquiciado de un sistema “civilizatorio” que ha logrado, como bien apunta Gadamer, transferir el poder técnico del ámbito de las fuerzas naturales a la vida social[26].


Espectáculo infortunado que ha cobrado traducción en prácticas de barbarie, muestra de una sordidez descarada que continúa recorriendo impune el conjunto de los escenarios de la geografía planetaria; ámbito en exceso propicio para los itinerarios vulgares de la acumulación excluyente, de la utilidad eficaz a cualquier costo –al que se ha ceñido a manera de función subsidiaria a la actividad educativa-, teatro demencial donde se aspira que agote sus posibilidades la asociación humana, profundización del sombrío paisaje a que nos ha tocado asistir[27].


La acción educativa —y su dimensión cultural—aparece constreñida al operar del circuito vicioso, verdadero círculo siniestro, como lo muestra Gadamer[28], despojada de sus posibilidades más propias asociadas al sentido vinculante de praxis, donde la condición humana es dispuesta en el cauce de experiencias acordes al desarrollo de la sensibilidad, a la expansión de vivencias asociadas a la imaginación, a la aventura, a la búsqueda y posibilidad de creación, una suerte de encauzamiento a la puesta en suspenso del no-poder —ese deseo obsesivo por el tener y el dominar—que abre oportunidad a concebir, a imaginar modos de ser más allá de la frivolidad dominante en el mundo, de la ordinariez que atenta de continuo contra la vida.

El ceñimiento en cuestión opera el sesgo indispensable que asegura la opacidad necesaria a la barbarización de la ciencia, de la técnica, de la tecnología —haciéndolas ver como las únicas formas posibles de entender el aparecer, el darse del mundo—,requerida por el fetiche denominado mercado, cuya actualización se resuelve en la idealidad funesta del cálculo financiero, sustento, a la vez, de la tendencia a la exclusividad en el privilegio económico[29] y la consecuente ruina y destrucción paulatinas de la vida expresada en la naturaleza y en sus distintos componentes existenciales. Verdadero infortunio para el mundo. Una educación denostada, rebajada al servicio de un marco estructural propio y conveniente a la aplicación del poder técnico, una vida social disuelta en el juego de sus desplazamientos e intervenciones en diversos espacios. Un hacer educativo que sustrae el proceso de formación humana al movimiento de un falso poder [30] que le dispone a la zaga de intereses indiferentes a los problemas del existir en común, que le arroja a la categoría de simple medio y le disocia de los aspectos vitales que hacen posible el despliegue de sus alcances: la apertura a lo otro —que aparece a la base del planteamiento filosófico de la intencionalidad en Husserl, profundizado y radicalizado por Merleau-Ponty y, en el marco de la filosofía mexicana, por Luis Villoro—, el asombro, la curiosidad, la admiración, la búsqueda, la imaginación, disueltos en el elogio de la individualidad y en la desarticulación de la colaboración, de la reciprocidad propia de la ayuda.


Pauta aciaga que ha decretado para estos últimos aspectos el signo de lo prescindible, de lo superfluo, de lo nimio; sólo momentos portadores de la marca de lo inútil, de lo ineficaz, de lo absurdo e irracional; toda una lógica para la que la organización, la administración y la regulación de las manifestaciones del mundo, deben marchar a los ritmos impuestos por una inteligencia anfibológica que menosprecia la intuición, la aptitud de conmoverse, lo afectivo, limitada en sus alcances al acopio de datos, a la acumulación de saberes útiles al funcionamiento de un sistema modulado por voces que arengan a que las “relaciones humanas [sean] organizadas como relaciones entre productos y servicios de los que cada agente individual es un vendedor/comprador” [31].


Es el predominio de la impostura en los planos de la cultura —particularmente en el hacer educativo—, de esa línea objetivista y objetivizante, concretada en un pragmatismo inocuo, criticada vigorosamente por Schiller al advertir de la ruina a que sometía ala lucidez y talento humanos,“… el predominio de la facultad analítica [que] desposee necesariamente a la fantasía de su fuerza y de su energía, tanto como un campo de acción más limitado la empobrece. Por ello, el pensador abstracto posee casi siempre un corazón frío, porque fracciona las impresiones, que sin embargo sólo conmueven al alma cuando constituyen un todo; el hombre práctico tiene con mucha frecuencia un corazón rígido porque su imaginación, recluida, en el ámbito uniforme de su actividad, no es capaz de extenderse hacia otras formas de representación” [32].


Paralelamente, corren los dictados, casi exhaustivos, de remoción en la cartografía curricular de aquellos campos disciplinares de suyo comprometidos con la preservación y profundización del cuestionamiento, de la interrogación por la verdad y de su búsqueda permanente, por las vicisitudes y contingencias del movimiento de la experiencia humana, por las situaciones en que es desplegada la existencia y por lo que es valioso para la misma. Disolución de hecho de las relaciones propias acaecidas en los ámbitos de la educación, respecto de su enlace primordial, ese que le aporta su proyección más elevada, su atadura a la vida misma, que como sostiene Michel Henry implica una “autotransformación, el movimiento por el que no cesa de modificarse a sí misma para alcanzar formas de realización y de cumplimiento más altas, para acrecentarse”[33].


El informe suscrito, entre otros por el autor francés en cuestión (Delors), no sólo ha sido recuperado alterando furtivamente buena parte de su contenido a favor de la permanencia en la tarea educativa del cauce privilegiado al atontamiento —orientación avistada por el trabajo de Rancière—, sobre todo en contextos de economías situadas históricamente en el margen periférico conformadas como zonas de sustracción continua del valor requerido por el privilegio del núcleo, todo un saqueo histórico de fuentes de riqueza; a la vez, de un cierto ostracismo de la cultura, de la vida, al subordinar las cualidades y aptitudes sensibles, los alcances del espíritu, a un pragmatismo reproductor de lineamientos que socavan cualquier manifestación de apertura, de la posibilidad.


Marginación—en el acto de educar—del mundo sensible[34], donde el sentido se origina y actualiza, donde acontece el entrecruzamiento del espíritu y el cuerpo, a partir del escamoteo del significado de lo afectivo; lo sensible, ceñido en ese esquematismo, al lugar de lo accesorio, de suplemento de escasa significación en el margen curricular que sustenta los itinerarios formativos, para terminar anulado en los vericuetos de un dogmatismo soez donde el abuso del parte a la instancia oficial encargada de la administración del educar, concluye en el desplazamiento y anulación del acto educativo mismo. [35]


Incluso, fuera de los propósitos pertinentes contenidos en el documento del informe delorsiano, el aportar las herramientas que permitirán a lo humano prepararse para enfrentar los desafíos de un mundo intensa y ágilmente cambiante y de una sociedad del conocimiento, con la puesta en desarrollo de un aprender—apropiarse, saber, conocer—a moverse en el circuito de una realidad planetaria globalizada, es silenciada esa verdad que remite a que el conjunto de los espacios de esa realidad aparecen penetrados por la barbarie de un capitalismo criminal que, desde la razón suficiente del cálculo económico, dicta el fatal destino de la anulación de la vida en las soeces y anodinas vías de su tecnificación. Elocuente al respecto, es la afirmación deslizada por el propio Delors: “El siglo XXI, que ofrecerá recursos sin precedentes tanto a la circulación y al almacenamiento de informaciones como a la comunicación, planteará a la educación una doble exigencia que, a primera vista, puede parecer casi contradictoria: la educación deberá transmitir, masiva y eficazmente, un volumen cada vez mayor de conocimientos teóricos y técnicos evolutivos adaptados a la civilización cognoscitiva, porque son las bases de las competencias del futuro”[36] (el subrayado es nuestro).


Toda una interpretación de la práctica educativa a manera de apéndice de la instrumentalidad--eje privilegiado de un orden sustentado en la rapacidad, el engaño, la ordinariez extrema--, sólo mera instancia de transferencia de saberes necesarios a esa tendencia; elogio de la técnica para clausurar al aprender en un elemento más al servicio de la dominación, representación distorsionada de la intersubjetividad a modo de engarce inevitable de una entidad superior con una inferior, el imponerse fatal de una inteligencia a otra. La dimensión de educar agotada en ese esquema capcioso llamado “modelo por competencias”, donde, como señala apropiadamente Marco Arturo Toscano, se muestra: “El tácito totalitarismo impuesto por la presencia real e ideológica de la racionalidad científico-técnica en la vida social contemporánea restringe a su mínima expresión la acción política y cultural del hombre actual. Pareciera que la intervención omnipresente de la ciencia y la técnica en la organización del campo social hace innecesaria o irrelevante lo que Habermas denomina la acción comunicativa…”[37].


Marcada precisión de un enfoque intelectualista que escinde a la educación del margen cultural —y político— que es su campo pertinente, para allanarla al modelo de la técnica, desde el que se traza su ruina al asociarla a los códigos de la utilidad, la sencillez, la eficacia, la funcionalidad. Efecto, en suma, nocivo de atenernos al punto de vista de Mario Teodoro Ramírez: “Uno de los efectos más negativos del instrumentalismo, de un cierto esquematismo y metodologismo, consistente en la suposición comúnmente aceptada de que tener un saber bien estructurado y organizado es suficiente para moverse en la vida práctica y para asegurar el éxito en el trabajo o la rectitud en la acción”[38].


La maquinación del mundo operada por una racionalidad que le ha transmutado en materia inerte e inercial al movimiento de una economía rentable, agotando las posibilidades de la condición humana en la especulación, el lucro, el beneficio exclusivo, y en un automatismo de la existencia, tiene en los sesgos de la educación al servicio de la economía uno de los instrumentos eficaces que aseguran la continuidad de su curso[39]. El hacer educativo adviene corolario que contribuye a la alienación del ser humano respecto del poder que le es propio, el despliegue de sus aptitudes, manteniendo con ello la dispersión y el menoscabo de la vida asociada. La anticipación rígida y estricta de lo que el alumno debe aprender, el rubro de los saberes esperados que opera a la base del modelo por competencias, y derivación de la absolutización de las cuatro dimensiones en los procesos formativos del ser humano, tiende a la anulación de una de las condiciones medulares del movimiento de la condición humana, la capacidad de pensar por sí y desde sí misma que abre la subjetividad a lo demás, a la otredad, y, con ello, la negación a la posibilidad de constitución de una vida asociada políticamente plausible[40].


Una educación que limita sus márgenes a la constitución de seres humanos sólo competentes para responder a los fines de una razón arrogante[41]exclusivamente interesada en la tasación elevada de sus inversiones, en el incremento de sus finanzas y de los ritmos de un comercio y consumo desquiciados que le son convenientes. De igual manera restringida a la preservación de un orden social marcado por la irracionalidad, impermeable a toda alteridad discordante, disfuncional, proyectando una visión única de las cosas del mundo. Conservación del atontamiento —axioma inamovible para los operarios de los diversos estándares educativos entronizados en la realidad social mexicana “eternamente” dependiente—, auténtico infortunio manifiesto en la vigencia de un pensamiento y actitud monológicos en los procesos de aprendizaje disociados de “la existencia misma, de la experiencia vivida y el cuerpo… [de] nuestro suelo, el mundo de la vida… la unidad de sentido que teje todo lo que hay”[42].


El concepto de aprender, en sus cuatro modalidades, aparece ajeno respecto de la realidad cultural que tiene en el significado una de sus máximas expresiones, para operar en favor de la fuerza alienante del tener, verdadera tragedia en los itinerarios de la condición humana. Es el escenario turbio donde el pensamiento reduce sus alcances a tributario de una economía signada por la objetividad, por un pragmatismo obtuso que coarta la praxis educativa al ceñirla al esquema de la explicación, acotando la relación educador-educando a la verticalidad que impide la reciprocidad del enseñar y aprender, la disposición al aprender unos de otros, negando la posibilidad a la pregunta, al cuestionamiento y, con ello, a la búsqueda de la verdad desde el sí mismo[43].


El aporte de Rancière constituye un amplio reto para los diversos momentos en que se desenvuelve la instancia educativa conformada y cargada de conciencias convencidas de la pertinencia de su aptitud de gestión, de su sabiduría, del necesario verticalismo en las relaciones ahí dispuestas, de su indudable buena voluntad y fe, de la perspectiva de su trabajo pedagógico firmemente encausado a una alta formación de sus educandos cuyo intelecto debe ser moldeado conforme a la explicación. La actualización del ordenamiento social, tiene entre sus mejores garantías una actividad educativa tornada ella misma funcional, en respuesta a las exigencias de una fuerza trivial que ha penetrado el marco de la experiencia humana en sus momentos decisivos: las relaciones de unos seres humanos con otros, de los seres humanos con la naturaleza, la dinámica de lo cultural —que de acuerdo con Michel Henry constituye la vida misma [44]—, la acción política, las cuestiones de la comprensión histórica y artística y, por supuesto, el hacer pedagógico que ocupa el tema medular de nuestra reflexión.


Todo es traducible y reducible al esquema técnico de las competencias, donde la condición humana es conformada para actuar en el escenario cuyo telón de fondo se articula a partir del enfoque corporativo propio de la lectura del mundo de quienes encarnan el sesgo conveniente al falso poder que domina el panorama globalizado. Negación de espacios a otras posibilidades de relación, a la generación de condiciones de una mayor horizontalidad interhumana, esa intersubjetividad cara al ser de las comunidades de los pueblos originarios, ese estar a uno con lo demás y los demás. Impedimento a la ampliación de los campos de visibilidad y del escuchar, condiciones imprescindibles en los escenarios del hacer educativo.

No es extraño entonces que, en una realidad planetaria estructurada conforme a la óptica de una economía rentable, redituable, la imagen devuelta por ella a las existencias situadas en el mundo sea aquella que las ubica en el plano de la objetivación y que la educación se encuentre configurada de forma preponderante, en una gramática que responde a la confección de seres humanos que, despojados de sus aptitudes intelectivas, imaginativas, de curiosidad, de asombro, de su palabra instalada prioritariamente en la pregunta, de su sensibilidad y de sus emociones, sean disueltos en el ordenamiento de “la connotación técnica [una connotación que] puede formularse en una sola palabra, el AUTOMATISMO, concepto capital del triunfo de la mecánica, e ideal mitológico del objeto moderno”[45].


Automatismo, maquinización garantizada ampliamente en el operar de la educación, actividad reducida a procesos de atontamiento, como lo advierte Rancière, todo un trabajo ceñimiento de la subjetividad a técnicas que anticipan su cosificación indispensable a los requerimientos de un sistema de suyo exiguo; verdadera mutilación e inhabilitación de esas aptitudes humanas de alto alcance que tienen que ver con el despliegue de la mente, del espíritu, en el movimiento de sus diversas materializaciones —intuición, percepción, ingenio, perspicacia, discernimiento, lucidez, comprensión y, desde luego, inteligencia— abriendo vías hacia lo que Paulo Freire llamara el ser más. De esta manera, el proceso formativo dado desde la decisión de las altas esferas de los mandos oficiales, deja como única opción para las subjetividades, la asunción pasiva y meramente receptiva de la impronta propia de la maniobra explicativa. Inteligencias amputadas, aturdidas, privadas de enfoques plausibles a su ser, sólo asimiladas a la fábula que estipula que su horizonte está debidamente dispuesto (fuera de ellas mismas, por supuesto), para la obtención de las competencias que les garantizan la preparación —genuino adiestramiento—indispensable para asumir los retos procedentes de esa abstracción en boga, llamada fastuosamente sociedad del conocimiento.

Una entelequia que aunada al modelo por competencias, conduce a “Uno de los efectos más negativos del instrumentalismo moderno,…la generalización de un cierto intelectualismo, de un cierto esquematismo y metodologismo, consistente en la suposición comúnmente aceptada de que tener un saber bien estructurado y organizado es suficiente para moverse en la vida práctica y para asegurar el éxito en el trabajo o la rectitud en la acción”[46]. Ya el profesor vasco Patxi Lanceros previene pertinentemente respecto del vacío supuesto en esa noción cuya referencia remite a una sociedad que no es sociedad y a un conocimiento que no es conocimiento [47] y, por nuestra parte, podríamos agregar respecto del modelo fincado en la idea de competencias, que se trata de una educación que no es educación.


Porque, la apuesta por la rigidez de lineamientos donde todo está previamente resuelto en los cursos del hacer educativo, ¿qué lugar concede a la problematización que sacude y perturba al pensamiento impulsándolo a la creatividad, a la asunción de la intuición que libera la posibilidad de otras formas de conocer y saber, a la apertura que instaura ambientes propicios al intercambio dialógico y a la comunicación, en suma, a momentos propios de una educación concebida como aspecto de la cultura? La noción de competencias mantiene esa suerte de ruta que agota las posibilidades de la educación en la ablación de sus alcances, al hacerla operar a modo de apéndice del régimen que clausura las cualidades humanas al anclarlas a esa gestión vulgar que predica el imperativo universal del negocio ante todo.


Relaciones interhumanas resueltas en el sombrío juego la verticalidad en sus variados espacios, desautorización de la proporción entre las diversas manifestaciones culturales y sociales, escamoteo de la acción propiamente cultural a favor de meandros burocráticos que aseguran la continuidad de esquemas curriculares lacrados a la renovación. Sólo otra manera de darse de la práctica del atontamiento, la actividad de educar sometida a las líneas de una lógica instrumental donde agentes y agencias aparecen dispuestos en una regularidad operativa, apuntando fielmente a la conformación de generaciones humanas a modo de objetos incapaces de pensar desde sí mismos y de cuestionar lo dado. Es como señala el profesor Lanceros: “…la expresión <<sociedad del conocimiento>> no es sino la enésima declinación de un <<progresismo>> que ignora la pluralidad de sociedades: que a duras penas encubre un teleologismo evidente y que se quiere tanto instancia descriptiva como instrucción normativa”[48].


Pretensión vana de quienes aspiran a hacer pasar por originales, las formulaciones gastadas de una tendencia que se regodea con la ruina del espíritu, desde el andamio que le aportan técnicas que exorcizan los riesgos imprevisibles de la intrincada vida práctica. La obsesión desmesurada por la planificación anticipante, por el cálculo predeterminante, verdadera avidez por lo objetivo, lo indiscutible, lo definitivo; toda esa aspiración perversa que aspira a ceñir la dimensión inabarcable de la vida en el plano reticular de idealidades abstractas[49], que expropia la oportunidad a la reflexión, al repensar, al replanteamiento de lo que está en juego en el acaecer del escenario educativo. Anulación de todo margen indispensable al cuestionamiento, a la crítica acerca de las condiciones de posibilidad de dignificarlos intercambios ahí generados, el sentido de las reciprocidades que tienen lugar en los itinerarios abiertos por la actualización de los aprendizajes, la necesidad de su enriquecimiento. Inclinación tecnicista que produce de hecho la alineación de subjetividades a través del bagaje de prescripciones inapelables, una especie de expropiación de los cuerpos que les somete al recorrido de los laberintos de una mecanización redundante.


Todo un no lugar para la apuesta por la imaginación, por la creatividad, por la apertura del pensamiento; el cuerpo-pensamiento con que educadores y educandos asumen la diversidad de sus vínculos en los diversos contextos que conciernen a su situación, escindido de sus posibilidades más propias en las respuestas exigidas por un sistema altamente estrecho, rígido, sostenido por la persistencia de la mirada instrumental. Un hacer educativo subsumido a la malla de los bártulos propios a una meritoria tecnocrática, donde son asegurados los decretos inapelables de los amos actuales de la humanidad. Como propone Rancière, un trabajo de la inteligencia de las instancias de autoridad en la plana educativa sobrepuesto al movimiento de la inteligencia de los educadores, asimismo, sobreposición de la inteligencia de los educadores a la inteligencia de los alumnos, seres éstos últimos, sometidos a procesos de “preparación en destrezas laborales, … amaestrar[los] a que no hagan daño y para que trabajen y para que obedezcan”[50].


La potestad de lo instrumental adiciona a las condiciones deplorables de un sistema educativo como el mexicano esa especie de anulación de la sensibilidad, que sustrae las miradas a un campo ceñido a la óptica de un ámbito empírico áspero, que orienta el mundo a tornarse una entidad conveniente al trabajo de la representación donde agentes —y agencias— son sustraídos al movimiento de lo accesorio, de lo suplementario a disposición de propósitos fuera del contexto que le es propio, ese que concierne a los aspectos de una actividad que abre margen a las transformaciones, a los cambios requeridos por el inacabamiento del ser, movimiento propio del mundo vivo cuya expresión elevada tiene lugar en el encuentro entre lo sensible y lo inteligible, verdadero poder sustentado en la creatividad, aptitud indispensable al ser más de lo humano. Cada modelo educativo exhibido dignatariamente en el panorama social mexicano en los últimos intervalos de nuestra contemporaneidad, se sustrae al acto reflejo que disponela acción educativa a la preservación del círculo vicioso de la mismidad, actos y líneas redundantes, métodos delineados para instalar una y otra vez el tedio de la rutina, la inercia del hábito, un trabajo de aturdimiento continuo de conciencias y de cuerpos, de capacidades perceptivas; pérdida de todo carácter activo, viviente, creativo, de sentido.


Emancipación y liberación


En oposición a la lógica del modelo explicador, procedimiento racionalizador que se hace ver como la clave didáctica para que la comprensión quede asegurada por la inteligencia de los educandos, a quienes a priori se ha asignado el estatuto ignorantes, de inmadurez, de incapaces, Rancière no deja de insistir en que esa especie de título previo constituye todo el marco ficticio que soporta a la urdimbre que articula la concepción explicadora del mundo, desde la cual es estructurado el momento de partida absoluto del hacer educativo, toda una argucia que traza la escisión de las inteligencias: una, la del niño pequeño, la de los educandos y la de los seres humanos del pueblo, cuya aptitud es dispuesta en el margen reducido de la percepción, del retener y del recuperar empíricamente los datos de lo real, propia de las costumbres y necesidades. La otra, refinada de suyo, gracias a haber transitado la senda depuradora de la explicación que le ha permitido aprovisionarse de la razón y que, por ello, puede conocer las cosas de manera certera, eficaz, sólida, al proceder metodológicamente tanto de modo inductivo, como de modo deductivo.


Dice el filósofo francés: “Es ella la que permite al maestro transmitir sus conocimientos adaptándolos a las capacidades intelectuales del alumno y la que permite comprobar que el alumno ha comprendido bien lo que ha aprendido. Tal es el principio de la explicación. Tal será en adelante para Jacotot el principio del atontamiento”[51].Atontamiento que marcha a contracorriente de todo proceso emancipatorio que permite el giro decisivo hacia el campo opuesto, propio de una visión que enfoca al maestro como agente ya no orientado a la verificación de lo que el alumno ha encontrado, sino a la comprobación de lo que ha buscado. La clave emancipante: la cuestión se traslada a la búsqueda no a la resolución. Se trata de la experiencia decisiva que libera el poder de la razón no sólo más allá de los límites de la ciencia[52],sino de la necesidad de sustraerse a ese esquema que decreta la preeminencia del falso poder sito en las jerarquías que ya advertía con firmeza singular Sócrates[53].


Nada más ajeno a la emancipación que la apuesta por la economía del conato, del esmero, del afán tenaz, de la atención, porque en ella se trata de un proceso arduo, un costoso y prolongado esfuerzo por adelgazar y extenuar la fuerza emplazada en el esquema de la jerarquía, esa “necesidad de pensar bajo el signo de la desigualdad… pasión primitiva… por la desigualdad [que] es el vértigo de la igualdad, la pereza ante la tarea infinita que ésta exige, el miedo ante lo que un ser razonable se exige a sí mismo”[54].En la tendencia a la economía del esfuerzo, se advierte una pauta de raíces profundas en la conciencia y en el consenso actual, un desdén constituido desde los vínculos intrafamiliares que recorre los espacios posteriores de inserción de lo humano en la vida en común con amplia intensidad y cuya persistencia obedece el gran medida gracias al trabajo de educadores que ceden lo fundamental de su apuesta a la explicación.


Tendencia ya advertida por Spinoza a lo largo de las páginas de su Ética, sintetizada en el concepto de vulgo en franca oposición a la tensión vital del conatus, impulso vivo que impele a la perseveración en lo propio –el notable ser más freiriano-, en la voluntad propia y libreen franco antagonismo con la condescendencia respecto del apego a la facilidad impuesta al desarrollo del deseo, para crear condiciones de posibilidad a lo nuevo o para resistir a las formas de reproducción de los mecanismos que nos mantienen adheridos a “la sinrazón de la desigualdad… que hace al individuo renunciar a sí mismo, a la inconmensurable inmaterialidad de su esencia, y engendra la agregación como hecho así como el reino de la ficción colectiva”[55].


Toda una especie de actitud descendente que facilita el trabajo atontador de la explicación y, consecuentemente, la persistencia del vicio inane generalizado de verse instalado por encima de los demás. Ofuscación por mantenerse en el movimiento de la materia donde la inteligencia sucumbe al falso poder de las leyes de los conjuntos, de la especie, donde cobran su dimensión más prominente la distracción y la indolencia posibilitando el advenimiento de la indolencia y con ella la anulación de la voluntad, una suerte de renuncia del espíritu al entusiasmo, al gusto por el desbordamiento de lo estático, un auto-impulso hacia el acrecentamiento de lo propio permitiendo la vigencia de la aspiración al ir más allá de lo dado. La actividad educativa, al margen de los dictados que mantienen la tendencia en las conciencias y en los consensos a favor de la gradación inapelable en las relaciones interhumanas, lo mismo en los espacios propios de ese hacer que en los restantes escenarios de la vida en común, gracias al recurso de la explicación, tiene ante sí la posibilidad de abrirse a otros horizontes, nuevas perspectivas orientadas a la atenuación de la rigidez que asegura el esquema en cuestión acotando la existencia a su significación más anquilosada, una existencia “quebrada cuando sólo existe fuera de sí bajo la forma de su propia imagen, cuando se ha vuelto una representación… existencia…perdida, cuando lo que le confiere su efectividad no reside ya en ella, sino, precisamente, fuera de ella, en su propia exterioridad respecto de sí. La existencia está alienada, cuando la ley de su desarrollo no es más la suya, sino un espíritu ajeno”[56].


Desprenderse del mecanismo de la explicación—base privilegiada que, desde la tarea educativa formal, sustenta, promueve y asegura el arraigo de las conciencias a la idea de una necesaria estratificación en el orden profuso de las relaciones interhumanas, en las variadas intersecciones del escenario social—, dispositivo frecuentado asiduamente en los espacios habitados por la escuela y el aula, constituye una de las tareas decisivas de nuestra contemporaneidad. La praxis educativa tiene ante sí el desafío apremiante que le opone esa extraña costumbre que ha calado hondo en las almas, fuente en la que abreva el mecanismo en cuestión conduciendo de modo casi inevitable a esa lógica desafortunada que dispone para toda modalidad de relación interhumana el apremio a ser considerada bajo el esquema de un arriba y un abajo —alcanzando a la vez, al conjunto de las cosas del mundo—, que hace al lenguaje jugar sus alcances en las zonas anodinas de la retórica.


Funesto recurso, dice Rancière, cuyo fundamento aparece en la guerra, fuera de la comprensión y propio de la destrucción de toda voluntad adversativa, ejercicio del habla investido de un poder espurio encauzado al acallamiento de la alteridad y a la imposición del mandato, axioma de alcances perversos y eficaces sustentado firmemente en sus prohibiciones, sinrazón que habla para instalar el silencio[57]. Entender la educación a manera de expresión relevante de nuestro ser en el mundo, y por tanto como actividad abierta que hace posible el desarrollo de las intersubjetividades —relación propia de la igualdad de las inteligencias—, de esa permanente toma en consideración de la forma lingüística prepositiva con, como siempre propuso Paulo Freire —asimismo, aspecto medular del sentido de la acción caro a Hannah Arendt, a Habermas y a Apel y, desde luego, a los defensores de la posición que podemos nombrar desterritorialización del pensamiento colonial, Enrique Dussel y Boaventura de Sousa Santos—, es pensarla a modo de un trabajo continuo a favor del desecamiento de la fuente explicativa imprescindible a la vocación retórica, todo un ejercicio ingente, un esfuerzo extraordinario por el cultivo de la orientación a ella opuesta: el diálogo.


Porque la explicación posee un terreno fértil en la economía del esfuerzo, es que el espíritu humano —pensamiento, significado, sentido, acción— en la diversidad de sus manifestaciones tiende ampliamente a la renuncia —heideggerianamente hablando— de sus posibilidades más propias y asume como su condición fatal el sometimiento a la prescripción ajena. La fuerza de la pereza, de la incuria, sustrae radicalmente la aptitud de pensar, actuar, sentir, gozar, incluso sufrir por sí mismo. Con ello están dadas las condiciones para la sumisión de unas inteligencias a otras, de unos espíritus a otros, para el pliegue de unas voluntades a esa vocación social impertinente llamada asistencialismo, que atraviesa discrecionalmente los más de los espacios que alojan la experiencia educativa mexicana en el conjunto de sus niveles. Tendencia que parece ser el cauce regular que fluye en la existencia humana en común, próxima a aquella cuestión decisiva sometida a la crítica vigorosa de Spinoza a propósito del complicado entramado social de su tiempo, una condición humana en su mayoría alienada, negada a su potencia propia, sometida al poder de otro, orientada a la evasión de la vía ardua de la razón, del poder de obrar desde sí[58]. Escena refigurada en el trabajo de Rancière a partir de la denuncia del trabajo de atontamiento promovido desde el marco institucional del orden social.


La emancipación propuesta por Rancière, constituye una demarcación categórica decisiva respecto de la actitud viciada antes anotada, que opera sujetando consensos a la fuerza de su esterilidad en las formas de percibir y entender el movimiento de la actividad educativa. Es, asimismo, una toma de distancia radical respecto de toda suerte de apego a la exclusividad en la posesión del conocimiento en favor del reconocimiento de la aptitud de cada cual para el mismo, de la voz única en favor de la multiplicidad de voces[59]. Sustraer la actividad educativa a la fuerza de la explicación implica transgredir el movimiento de los escenarios habituales en los que esa actividad se despliega, es crear espacios donde los actores, educadores y educandos, sean emplazados en relaciones que lleven a los primeros a la renuncia de la seducción por esa fuerza objetivada, materializada en la retórica, y a la promoción en los segundos de la aptitud de la atención, es decir, de la ejercitación continua de la inteligencia, a partir de su disposición en una suerte de círculo del que deben salir por sí mismos.


Un trabajo que supone el cuidado continuo de sí desde el apego irrenunciable al esfuerzo propio, a esa tensión connativa perseverante en el ser más, una apuesta por el desarrollo y fortalecimiento de la voluntad, por hurtarse a ese vicio situado en la distracción, resabio del espíritu asociado a la pereza, fascinación infortunada por la economía del esfuerzo o, como sostiene Rancière, un “acto de un espíritu que subestima su propia potencia”[60], alimentado profusamente por la reducción impuesta desde el trabajo de la explicación, ante lo que se hace necesaria esa “comunicación razonable [que] se basa en la igualdad entre la estima de sí y la estima de los otros. Ella trabaja en la comprobación continua de esta igualdad”[61]. Distracción, desatención, pereza, vicios que operan en oposición a una acción educativa pertinente, porque su manifestarse supone caer en la pesantez material vinculada al menosprecio, un menosprecio de sí que se traduce consecuentemente en menosprecio por los otros.


Revertir ese margen distorsionante de la percepción implica desplazarse hacia los márgenes de una comunicación razonable como la planteada por Rancière y, que postulada y sustentada por Freire, tiene en el diálogo y en la discusión sus bases dilectas. En el diálogo, condición de posibilidad del teatro de la praxis educativa, educadores y educandos se instalan en un ambiente propicio al encuentro ameno de las inteligencias, al flujo intenso de las ideas y a su intercambio, al trueque de sensibilidades, permitiendo la apertura al juego de la atención recíproca que suspende el deseo por la verticalidad, es decir, de esa obsesión aviesa por imponer a la otredad el obtuso juicio de que la verdad es posesión exclusiva de supuestos espíritus superiores. El diálogo, instalación de la acción comunicativa, posibilita la continuidad de la búsqueda en el sí y en el alter, en el ir y venir de los pensamientos, en la reciprocidad de los conocimientos y saberes, en el reconocimiento de la individualidad y en su capacidad autónoma. Es la afirmación de la diferencia, de la alteridad cultural, en el plano educativo a partir del trabajo de montaje de líneas comunicantes que hacen de la avenencia el cauce principal de la asociación humana, como bien menciona Víctor Manuel Pineda[62]. El autor michoacano refiere plausiblemente al sentido de la aptitud humana desplegada en el acto dialógico radicalmente opuesto a las apuestas retóricas[63], un estilo que al instalarse en el trueque de la palabra, amplía la posibilidad de comprensión del movimiento de la vida en el encuentro hospitalario.


La dimensión dialógica apunta a un esfuerzo del espíritu por desprenderse de la escasez implícita en la verticalidad propia del recurso retórico, tendencia de suyo vinculada a la experiencia desarrollada en el espacio de la instrumentalidad, del trabajo que hace emerger en toda su magnitud “la fragilidad humana… y también el hambre existencial que puede generar no tener permitido detenerse para pensar, sentir, soñar… Esta especie de aprisionamiento del alma provocado por estar atada a la cadencia de la producción -­­a los gritos y maltratos de un patrón­‑, imprime en ella la marca de la esclavitud”[64].


Es precisamente toda esa sutil y silenciosa transposición del mecanismo instrumental utilitario propio del modelo del trabajo ejecutado en el ámbito de la producción, a la actividad propiamente cultural desplegada en la educación. En efecto, ¿cuánto de las tendencias de la instrumentalidad soportada en el esquema de lo técnico, no son dispuestas en dimensiones de la existencia que le son distantes, entre ellas la concerniente a las tareas pedagógicas, privándolas de la profundización de sus alcances y destruyendo el marco de sus posibilidades, su apunte hacia el ser más como postulara Paulo Freire?


Cuando se actúa categóricamente en las variadas esferas de la vida en común bajo una óptica que postula que todo debe marchar conforme a lo predispuesto, preordenado, predeterminado como ha sido impuesto a la actividad educativa en México, sobre todo en sus niveles básicos, desde un sistema extraño a la discusión, a la toma en consideración de las ideas y criterios de quienes aparecen directamente vinculados a la experiencia en el aula, sometidos a la reiteración de dictados ajenos, donde son canceladas las orientaciones a crear, innovar, imaginar, buscar, tanto de educandos como de educadores, en suma, cancelación de la autonomía, sin más sitio que para una abismal alienación del ser humano, un extrañamiento respecto de sus facultades y perspectivas, sólo puede haber lugar para la reiteración insustancial de lo mismo, sólo formas más sutiles de servidumbre individual y social.


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Notas

[1]Michel Henry, La barbarie,Madrid, Caparrós Editores,1996, p. 19. [2] Cit. pos. Jovino Pizzi, El mundo de la vida. Husserl y Habermas, Santiago de Chile: Eds. UCSH. 2005 31-32 [3] Ibid., p. 8. [4]Michel Henry,Op.cit., p. 19. [5] Ibid., p. 40. [6] A propósito del concepto vida, nadie como Michel Henry para aproximarnos al sentido de esa realidad a la vez próxima y evanescente. Señala el fenomenólogo francés: “Vivir significa ser. Pero, el ser debe ser tal, debe estar comprendido de tal suerte, que signifique idénticamente la vida. Ahora bien, lo que caracteriza a la filosofía occidental —desde su origen griego hasta Heidegger…— es que presupone en general un concepto de ser que, lejos de acoger el concepto de vida, contrariamente, lo excluye de un modo insuperable… la filosofía ha sido incapaz de pensarla. ¿Por qué? Porque en su ser más íntimo y en su esencia más propia la vida se encuentra constituida como una interioridad tan radical que, en verdad, apenas permite ser pensada. Por el contrario, lo que caracteriza y define al ser occidental es la exterioridad”. Ver, Fenomenología de la vida. Bs. As. Prometeo Libros, 2010, p. 20. [7]Luis Villoro, Los retos de la sociedad por venir, México, FCE, 2010, p. 15. [8]En el intenso debate abierto por el ofrecimiento del actual gobierno mexicano en torno de la necesidad de abrogación de la reforma educativa impulsada por el régimen anterior, sostiene Ángel Díaz Barriga: “…el Licenciado López Obrador, hoy presidente constitucional del país, ofreció abiertamente ‘abrogar la mal llamada reforma educativa’. Abrogar significa de raíz…. ¿En realidad se está realizando una abrogación de esta perspectiva que se tiene sobre los docentes…? Mi respuesta es no. Se está eliminando un tema que es la desaparición del efecto laboral de la evaluación, pero ni siquiera se establece un concepto de evaluación que pueda reemplazar los exámenes. Equiparar evaluación a examen es una actividad permanente en el sistema educativo mexicano. El decreto plantea que se establecerán programas de capacitación docente a partir de evaluaciones diagnósticas. El decreto sigue considerando a los docentes como sub-profesionales, como técnicos de docencia. A los profesionistas (médicos, ingenieros, abogados) no se les capacita, se les ofrecen programas de formación continua”. [9]Jacques Rancière, El maestro ignorante. Cinco lecciones sobre la emancipación intelectual, Barcelona, Eds. Laertes, 2003. [10] Recuperamos el concepto de lo criterial de la valiosa aportación de Carlos Pereda respecto de la institución de la moralidad. El filósofo mexicano refiere a dos modelos para pensar esa realidad: el modelo criterial que piensa a la moral como un cuerpo normativo fijo, preciso y general, cuchillos afiladísimos, dice Pereda, capaces de decidir en cualquier caso y con la mayor certeza si una manera de creer, desear, sentir o actuar es moralmente buena o mala. Es la toma del principio de universalidad en forma maquinal, descuidada, precipitada, imprudente. El otro modelo, que nombra nuestro autor reflexivo, traduce una actitud prudente ante la institución de la moral, una posición que cuestiona que las respuestas morales sean prescriptivas, que ante la moralidad se está en una situación compleja, complicada y conflictiva, llena de perplejidades y de amplias posibilidades, muchas veces, de falta de palabras. El modelo criterial puede invocarse a propósito de la tendencia privativa en los esquemas que sustentan las líneas de estandarización en la actividad de educar. Véase, Crítica de la razón arrogante, México, Taurus, 1999. [11] Sostiene el notable académico Don Manuel Pérez Rocha, en un artículo publicado en el diario La Jornada del 26 de marzo de 2020, ante el apremio de una economía atestiguada por la moral, denostada por uno de los tantos custodios de ese templo fincado en el reclamo dogmático dela ciencia económica, Carlos Urzúa, doctrinario de un positivismo defensor del interés empresarial: “Es de suponerse que Tirol y Urzúa se refieren a la ciencia… que profesan, cuyo objeto central de estudio es la economía, realidad mítica que disfraza al ‘capital’, ese personaje que tramposamente se esconde tras el cariñoso apodo de ‘economía’ (como mostró Hans Magnus Henzesberger). Pero en parte alguna nos dicen quién es esa señora (la economía) a la cual atribuyen virtudes maravillosas”. [12]J. Rancière, op.cit., p. 49. [13] Desde el análisis de esa realidad a la que situamos bajo el concepto de cultura, Víctor Manuel Pineda muestra pertinentemente que uno de los mecanismos privilegiados que sostienen la lógica de la jerarquización en las relaciones interhumanas, es ese trabajo de fuerzas opuestas precisamente a la cultura denostando los alcances de su sentido, esa especie de platonismo cultural que pretende que existe una forma eterna a la que deben sujetarse las diferentes culturas históricas, que aspira a determinarlas porque se considera realidad ejemplar tornándolas deudoras de ella. Señala Pineda: “Las culturas que participan de este modelo quedarían bajo el señorío, la conducción y el tutelaje de esta cultura presuntamente superior”. Varios, Filosofía de la Cultura. Morelia: UMSNH, 1995, p. 62. [14] Un análisis ejemplar de Don Luis Villoro, expuesto en la conferencia dictada el 29 de octubre de 1948, en la Facultad de Filosofía y Letras de la UNAM titulado Soledad y comunión, apunta con sobrada pertinencia, sobre los límites razonables del conocimiento científico apostado en el marco de la objetividad y donde el sujeto aparece en una actitud solipsista, porque el hombre de ciencia, lejos de preguntar al objeto para que éste le aporte respuestas, se interroga a sí mismo acerca del objeto. El objeto es una mera fuente de información que una vez cumplido su papel, se le hará a un lado convenientemente. Villoro refiere que es la misma situación la que se establece cuando referimos a una persona a la que tratamos como un objeto, un mero medio de información —como es el caso de los estudios asépticos puestos en juego para justificar la “generosidad” de los modelos educativos instrumentados desde el apego a intereses vinculados al control productivo, ajenos en demasía al sentido cultural de la acción educativa—. En esa orientación el gran filósofo mexicano refiere a que el hombre de la técnica, el del saber objetivo —privilegiado ya ha tiempo en el sistema educativo mexicano— trata a la naturaleza como un inmenso fichero por clasificar, como una ventanilla de informes. De este mismo modo solemos tratar ordinariamente a nuestros prójimos. Ver, Luis Villoro, La significación del silencio y otros ensayos, México, UAM, 2008, p.p. 25-47. [15] Michel Henry, La barbarie, Madrid, Caparrós Editores, 1996. [16] Al respecto, ilustrativo es el cuadro que marca la pauta principal de nuestro ser en el mundo, la relación del arriba y el abajo, ofrecida a nosotros en el relato corto de José Revueltas, Dormir en tierra. La estratificación categórica de las relaciones de unos seres humanos con otros en la casi totalidad de los escenarios de la sociedad humana, se muestra con particular crudeza en el contexto de las prácticas disciplinarias propias del ordenamiento de las tripulaciones de la gente de mar: “A bordo de El Tritón el contramaestre descargaba toda la furia de su negra cólera sobre los fatigados tripulantes, que hacían lo imposible por trabajar más de prisa… —¡Cárguenle calor, güevones! —gritaba, ronco, torvo—. ¡A l’hora del rancho sí que son buenos…! ¿Pero qué tal pa trabajar jijos de un chingao…? ¡Cárguenle! Se hubiera podido trabajar a un ritmo menos febril, pero el capitán había decidido que zarparan hoy mismo para atracar al día siguiente en Veracruz. Esa era la causa de la cólera del contramaestre, y como las gallinas de arriba siempre cagan a las de abajo (el subrayado es nuestro), pensaba, no había más remedio que fastidiar a los ‘boludos’ aquellos” (México, Eds. Era-SEP, 1986, p. 111). [17]¿Cuántas de las imposiciones, imposturas y exigencias procedentes de la llamada política educativa en México no han respondido fielmente a los requerimientos y apremios de los nombrados por Chomsky “amos actuales de la humanidad” (Notas sobre el Nafta: Los amos de la humanidad, La Nación, marzo 1993), transferidos a los lineamientos sitos en los planes y programas del sistema oficial de educación, esa suerte de imperativo procedente de intereses que dominan el panorama del planeta —instalados sobre la base de la ruina de la condición humana, expresada en la pauperización de sus instituciones, en el imponerse de la injusticia, de la corrupción, la impunidad, la violencia que emerge ofreciéndose cada vez con semblantes más aterradores—, presentándose durante los últimos tiempos en el llamado modelo educativo por competencias, donde no es otra cosa lo que se exhibe sino una variante más del régimen de la producción en serie? Referimos específicamente a la tendencia que rebaja la dinámica multifacética de los intercambios que tiene lugar en la mayor parte de los espacios de los diversos niveles académicos, al cumplimiento irrestricto de líneas preestablecidas en un plan que fija los alcances de la acción de educar a la uniformidad monótona de un trabajo redundante de diseños plasmados en tareas rutinarias de planeación, labor similar a un mirarse al espejo que devuelve siempre, una y otra vez, la imagen de un mismo semblante, de un mismo rostro. Se trata de una reproducción de las categorías nodales, abstracciones que sustentan el informe a la UNESCO, suscrito por la Comisión Internacional sobre la Educación para el siglo XXI, presidida por Jacques Delors, titulado “Los cuatro pilares de la educación”: aprender a aprender, aprender a conocer, aprender a hacer, aprender a ser, a las que se han adicionado otras más: habilidades genéricas, secuencias didácticas, campos formativos, conocimiento científico, aprendizajes esperados, ruta de mejora, aprendizajes clave, etc. Conceptualizaciones, las primeras, disociadas de las condiciones en que fueron generadas por la Comisión, para ser dirigidas a la sustitución de posibilidades de institucionalización de ambientes “físicos en que se constituyan auténticas comunidades… integradas por individuos de carne y hueso” (Hugo Enrique Sáez (1997, 16).Las comunidades artificiales en la aldea global. México: UAM). Toda una estafa ominosa que atrapa incluso a criterios lúcidos y altamente respetables como el de Rubén Ramos, que en la colaboración titulada “UNESCO: currículo por competencias”, revista Rebelión, 10 de agosto de 2013), sostiene la desafortunada tesis de que la actividad educativa se reduce a un problema económico, que toda la pedagogía, a través de la historia, acusa una connotación económica. Afirmación que da en ignorar el sentido propio plausible del hacer asociado a la educación, ajeno de suyo a cualquier idea que oriente su sustracción a una tipología propia del modelo del trabajo, del modelo de la técnica, soporte sobre el que se erige el orden de la modernidad capitalista —ámbito propio de los criterios de eficiencia, eficacia, funcionalidad cuyo trazo decisivo apunta hacia el objetivo de la ganancia a cualquier costo—, ventilando sus alcances en la estrategia de un marco epistemológico sujeto a la fabricación, a una tarea de experimentación y control asegurando la funcionalidad del sistema. Es como señala Habermas, a propósito de la denuncia de Marcuse en torno de los alcances de la ciencia y la técnica en el universo capitalista posindustrial: “El método científico, que conducía a una dominación cada vez más eficiente de la naturaleza, proporcionó después tanto los conceptos puros como los instrumentos para una dominación cada vez más efectiva del hombre sobre el hombre a través de la dominación de la naturaleza… Hoy la dominación se perpetúa y amplia no sólo por medio de la tecnología, sino como tecnología; y esta proporciona la gran legitimación a un poder político expansivo que engulle todos los ámbitos de la cultura (el subrayado es nuestro). En este universo la tecnología proporciona también la gran racionalización de la falta de libertad del hombre y demuestra la imposibilidad técnica de la realización de la autonomía, de la capacidad de decisión sobre la propia vida. Pues esta ausencia de libertad no aparece ni como irracional ni como política, sino más bien, como sometimiento a un aparato técnico que hace más cómoda la vida… el horizonte instrumentalista de la razón se abre a una sociedad totalitaria de base racional” (Habermas, Ciencia y técnica como ideología, Madrid, Tecnos, 1986, p. 58) Olvida Ramos que el ejercicio apostado en la educación alcanza, más allá del estatuto que tratan de imponerle los signos áridos de lo económico reducido a las manifestaciones privativas del beneficio rentable, el carácter de la acción —sentido que le vincula estrechamente a la praxis política—, de la posibilidad, de la apertura humana a la creación, a la praxis del discurso y del pensamiento crítico donde es advertido el horizonte propio de la libertad, de lo vital, de esa inteligencia más profunda que se expresa en la intuición —enlace directo con la cultura—, de esa experiencia articulada entre la cotidianidad vivida y los intercambios generados en los procesos de conocimiento, independientemente de su efectuación en los espacios de una institución formal o de una informal, eso que Paulo Freire diera en llamar lúcidamente situación existencial sometida a la problematización y discusión colectivas, que orienta decisivamente a la promoción de la actitud humana creativa a propósito de cuestiones que van más allá de la mera necesidad económica (ver: La educación como práctica de la libertad). [18] Jacques Rancière, Op.cit., p. 8. [19] Eduardo Galeano, Patas arriba. La escuela del mundo al revés, México, Siglo XXI, 2015. [20] Dice Galeano: “El mundo al revés premia al revés: desprecia la honestidad, castiga el trabajo, recompensa la falta de escrúpulos y alimenta el canibalismo. Sus maestros calumnian a la naturaleza: la injusticia, dicen, es ley natural. Milton Friedman, uno de los miembros más prestigiosos del cuerpo docente, habla de <<la tasa natural de desempleo>>. Por ley natural, comprueban Richard Herrnstein y Charles Murray, los negros están en los más bajos peldaños de la escala social. Para explicar el éxito de sus negocios, John D. Rockefeller solía decir que la naturaleza recompensa a los más aptos y castiga a los inútiles…” (Ibid., p. 5). [21] Michel Serres, Pulgarcita, Bs. As., FCE, 2013, p. 20. [22] J. Rancière, Op.cit., p. 9. [23] Ibid. [24] Ibid., p-p 11-12. [25] Ibid., p. 8. [26] Hans-Georg Gadamer, La razón en la época de la ciencia, Bs. As., Alfa, 1981, p. 45. [27] Todavía más, es la base de sustentación del último modelo educativo que se pretende hacer pasar por novedoso en la saqueada y devastada de muchas maneras realidad mexicana, objeto de múltiples elogios procedentes de las altas esferas de su administración pública empecinada en hacer del ejercicio político una práctica encauzada a la trivialización del pensamiento y de la acción. [28] Dice el filósofo alemán: “En verdad las cosas parecen ser de tal manera como si nosotros, en nuestro sistema económico-social, lográramos una racionalización de todas las relaciones vitales que siguen una coacción objetiva inmanente de manera tal que siempre seguimos inventando, aumentando cada vez más nuestra actividad técnica sin que podamos saber cómo podremos salir de este círculo diabólico” (Ibid., p. 53). [29] Referimos a las tesis ampliamente invocadas desde hace algunos años en varios de los espacios de la práctica educativa, que tienen que ver con los principios adelantados por el economista francés Jacques Delors Los cuatro pilares de la educación: aprender a aprender, aprender a hacer, aprender a vivir juntos, aprender a ser. Seducción de conciencias, agencias y actores en los escenarios pedagógicos. Línea sesgada hacia montajes ideológicos dando legitimidad y encubriendo actos de dominación convenientes a un orden económico global cuya vigencia marcha a contracorriente de las formas de la dignidad humana en las más de sus formas, instalando múltiples manifestaciones de miseria y de muerte. ¿Qué le puede significar a niños, jóvenes y adultos cuya cotidianidad se despliega en saturaciones de marginación, exclusiones, privaciones, donde el flagelo de la miseria y la pobreza ha agotado todo dejo de esperanza, de un tiempo propio vital que se juega en el deseo de explorar, de preguntar, de admiración y sorpresa, en el intercambio lúdico mismo, esos cuatro fastuosos pilares de la educación? ¿O a los niños arrancados brutalmente de los procesos de comprensión y cognición por el martirio de la desnutrición? ¿A aquéllos seres humanos sometidos a las continuas prácticas de exterminio e inmolación contemporáneas puestas en escena en nombre de los fetiches de la barbarie actual? Cuatro pilares de la educación, signos vacíos que atestiguan de la abolición de una praxis educativa humanista y humanitaria, momento de la cultura donde la vida tiende a la amplificación; sólo un rótulo que encubre la fragmentación de los vínculos humanos conveniente al poder trivial de la administración y de la dominación, de la inercia y la esclavitud tutelados por la muerte manifiesta en el magro propósito existencial del tener. [30]Ver, la distinción obligada entre falso y verdadero poder planteada por Eugenio Trías en Meditación sobre el poder, Barcelona, Anagrama, 1977. [31] Hugo Enrique Sáez, Op.cit. p. 65. [32] Friedrich Schiller, Cartas sobre la educación estética del hombre, traducción, introducción y notas de Martín Zubiria, Mendoza, Universidad de Cuyo, 2003. [33] Michel Henry, Op.cit., p. 19. [34] Sostiene Mario Teodoro Ramírez, a propósito de la aportación filosófica de Merleau-Ponty: “Una filosofía de la carne, de la estructura y la pluralidad, de la apariencia y el devenir, es una filosofía expresiva, una ontología semiótica: condición y efecto del cuestionamiento radical de la dicotomía sujeto-objeto, espíritu-naturaleza. Lo que hay es un ser de articulación y pluralidad donde todo remite a todo, donde todo es a la vez; pérdida irremediable y festiva de cualquier original, de cualquier punto de referencia único e indiscutible, recuperación victoriosa de las voces y las cosas, de la sonoridad de los paisajes y las figuras, del llamado del cosmos. La comunicación en superficie, esta comunicación en el plano puro de los efectos, de los fenómenos —es decir, la posibilidad de relaciones no causales, no materiales, entre los seres—, que caracteriza al mundo sensible, es lo que hace de él la matriz originaria de toda expresividad, de toda relación semiótica” (La filosofía del quiasmo. Introducción al pensamiento de Maurice Merleau-Ponty, México, FCE, 2013, p. 153). [35] Al respecto, conviene atender detalladamente al discurso de Martha Nussbaum en el acto de recepción del título dignatario Doctora Honoris Causa, conferido por la Universidad de Antioquia, Medellín, Colombia en el año 2015, Educación para el lucro, educación para la libertad. En él, la autora norteamericana advierte de las desmedidas pérdidas para las posibilidades de desarrollo de la vida en común que supone el mantener la tendencia privilegiada en los centros e instituciones de educación superior, el aseguramiento del aprendizaje de conocimiento aplicado al servicio de la agilidad de estrategias destinadas a la obtención de renta; y donde, de manera lamentable, las artes, las humanidades y el pensamiento crítico casi brillan por su ausencia. [36] Jacques Delors, La educación encierra un tesoro, México, El Correo de la UNESCO, 1994. [37] Marco Arturo Toscano, “Racionalidad técnica y racionalidad comunicativa”, en, Devenires Revista de Filosofía y Filosofía de la Cultura, Año I Nº 2, Julio 2000, Universidad Michoacana de San Nicolás de Hidalgo, Facultad de Filosofía ‘Samuel Ramos’. [38] Mario Teodoro Ramírez, Op.cit., p. 184. [39]Uno de los mejores estudios respecto de la sustracción y capitulación de la condición humana a un mundo siempre inferior a ella, procede del discurso fenomenológico de Michel Henry a propósito de la crítica radical contenida en el Evangelio de Mateo (Mt 6, 25-34): sostiene el filósofo francés: “Resulta difícil delimitar el impacto de esta célebre crítica, pues en la oposición entre el hombre y el mundo, que pone en juego, la crítica se dirige sobre el mundo que es menos que el hombre. Pero se dirige inmediatamente contra el hombre mismo en la medida en que pone su interés en ese mundo que es menos que él. Al hacer de lo que es inferior a él la fuente de su codicia, red de pseudo-valores a partir de los cuales regula en lo sucesivo sus deseos y su conducta, al mismo tiempo se desvaloriza él mismo. A la sobreestimación del mundo y de sus objetos convertidos en sus ideales o sus ídolos corresponde la ocultación por parte del hombre de su propia condición y de lo que ella comporta de eminente (el subrayado es nuestro). Ver, Palabras de Cristo, Salamanca, Sígueme, 2004, p. 30. [40] Lejos de aquella filosofía práctica griega donde aparecía actualizado ampliamente el sentido de la prohaiéresis advertido por Gadamer, el hombre de la polis orientado a la reflexión que anticipa lo que está en juego en las situaciones que exigen de su elección y decisión libres, en función del buen vivir en común (Ver, Hans Georg Gadamer, La razón en la época de la ciencia, Barcelona, Alfa, 1981). [41] El concepto es de Carlos Pereda desarrollado en la obra Crítica de la razón arrogante. Cuatro panfletos civiles, México, Taurus, 1998. [42]Carmen López Sáenz, Enseñar a Pensar desde la Fenomenología, https://www.bu.edu/wcp/Papers/Chil/ChilSaen.htm [43] Al respecto es necesario traer a cita el punto de vista de uno de los pedagogos más reconocidos y elogiados, tanto dentro como fuera del ámbito educativo, pero a una misma vez ya ampliamente omitidos, Paulo Freire. Es imprescindible para toda acción de educar, sostiene el gran educador brasileño: “…estimular permanentemente la curiosidad, el acto de preguntar, en lugar de reprimirlos. Las escuelas, ora rechazan las preguntas, ora burocratizan el acto de preguntar. El asunto no es simplemente el de introducir en el currículo el momento dedicado a las preguntas, de nueve a diez, por ejemplo. El tema nuestro… [es] reconocer la existencia como un acto de preguntar. La existencia humana es, porque se hizo preguntando, la raíz de la transformación del mundo… Me parece importante observar cómo hay una relación indudable entre asombro y pregunta, riesgo y existencia. Radicalmente la existencia implica asombro, pregunta y riesgo. Y, por todo esto, implica acción, transformación. La burocratización implica adaptación, por tanto, con un mínimo de riesgo, con ningún asombro y sin preguntas”. (Ver: Hacia una pedagogía de la pregunta). [44] Ibid. [45] Jean Baudrillard, El sistema de los objetos, México, Siglo XXI, 2010, p.125. [46] Mario Teodoro Ramiréz, “Tekne y phronesis”,Devenires, Revista de Filosofía y Filosofía de la Cultura, Año II Nº 3, Enero 2001, UMSNH, Facultad de Filosofía “Samuel Ramos”, p. 172. [47] La referencia íntegra, apunta: “La sociedad del conocimiento no es sociedad. La sociedad del conocimiento no es conocimiento. El abajo firmante es consciente del gesto demagógico que revelan las dos frases —axiomáticas—… Y es consciente de que su economía expresiva requiere justificaciones. Apunta —él— algunas. Pregunta teórica, pregunta retórica: ¿Es sociedad la estructura que, vertida por toda la tierra, provoca efectos que escapan a cualquier control, la que no cuenta con la opinión de —los hombres y mujeres de— la mayor parte del planeta, la que <<desconecta>> a la mayor partede los afectados por sus <<jugadas>>, que, en cualquier caso, son incapaces de comprenderlas (bárbaros)” (Ver, Gianni Vattimo, Andrés Ortiz-Osés y otros, El sentido de la existencia. Posmodernidad y nihilismo, Bilbao, Universidad de Deusto, 2007, p. 155). [48] Ibid., p.p. 141-142. [49] Categórica es la denuncia y contundente el rechazo de Michel Henry a esa tendencia dominante en los escenarios de la existencia social, en el panorama planetario contemporáneo: “Las determinaciones geométricas, a las que la ciencia galileana intenta reducir el ser de las cosas, son idealidades. Éstas, lejos de poder dar cuenta del mundo sensible, subjetivo y relativo en el cual se desarrolla nuestra actividad cotidiana, se refieren necesariamente a este mundo de la vida; solamente por relación a él tienen un sentido y es sobre el suelo ineludible de este mundo sobre el que están constituidas… En la medida, en fin, en que, el mundo del espíritu, con sus leyes y sus creaciones propias, descansa, al parecer, sobre una naturaleza, sobre una corporeidad humana o animal, esta naturaleza no es precisamente el mundo de la ciencia con sus idealidades abstractas sino el de la vida —un mundo al que sólo hay acceso en el interior de una sensibilidad como la nuestra y que no se nos da sino a través del juego sin fin de sus apariciones subjetivas constantemente cambiantes y renovadas—. La ilusión de Galileo —como de todos los que, tras su estela, consideran la ciencia como un saber absoluto— fue haber considerado el mundo matemático y geométrico, destinado a suministrar un conocimiento unívoco del mundo real, como el mundo real mismo, este mundo que sólo podemos intuir y experimentar en los modos concretos de nuestra vida subjetiva” (Op.cit., p.p. 22-23). [50] Fernando Savater, Fabricar humanidad, https://introduccionesciso.files.wordpress.com [51] J. Rancière, Op.cit., p. 9. [52] Claude Leford, en el prefacio a El ojo y el espíritu, una de las relevantes obras de Merleau-Ponty, señala: “Se encuentra, por ejemplo, en El ojo y el espíritu, una crítica de la ciencia moderna, de su confianza vivaz, pero ciega, en sus construcciones, y una crítica del pensamiento reflexivo, de su impotencia para dar razón de la experiencia del mundo de donde el pensamiento surge; críticas ambas que explotan y reformulan el argumento del fundador de la Fenomenología”. p. 12. Madrid, Trotta, 2013 [53] Recurriendo a Sócrates, Luis Villoro hace notoria la necesaria inversión del significado profundo del concepto de poder, de su significación banal que le asocia a la dominación, a su sentido pertinente, el rechazo a hacer de una voluntad de poder el fin del existir; el poder auténtico es el del ser humano que resiste a la fuerza de las múltiples maniobras de la dominación por imponerse. Ver, Los retos de la sociedad por venir. Ensayos sobre justicia, democracia y multiculturalismo, México, FCE, 2010. [54] Jacques Rancière, Op.cit., p. 46. [55] Ibid. [56] Michel Henry, Fenomenología de la vida, Traducción de Mario Lipsitz, Bs. As., Prometeo Libros, 2010, p. 25. [57] Rancière, Op.cit., p. 48. [58] Señala el célebre filósofo holandés en el texto de Prefacio del Tratado Teológico-Político: “Ahora bien, el gran secreto del régimen monárquico y su máximo interés consisten en mantener engañados a los hombres y en disfrazar, bajo el especioso nombre de religión, el miedo con el que se los quiere controlar, a fin de que luchen por su esclavitud como si se tratara de su salvación, y no consideren una ignominia sino el máximo honor, dar su sangre y su alma para orgullo de un solo hombre” (Traducción, introducción, notas e índices de Atilano Domínguez, Madrid, Alianza, 1986, p.p. 64-65. [59] Es la crítica que, desde el estudio de la aportación de Simone Weil al análisis de temas cruciales en la condición humana como la acción y la atención, despliega Joël Janiaud a la tendencia ampliamente favorecida en la vida en común contemporánea, sustentada en esa lógica que decreta que no existe para ella otro modo de darse más que a partir del nexo superioridad-inferioridad: “Decididamente no se trata de un simple egocentrismo limitado al capricho individual, sino de una estructura general, social y política, de imposición de ciertas lecturas a los demás. En este sentido…, rechazar la guerra es rechazar que el ejercicio de la fuerza reduzca la coexistencia de perspectivas al imperio de un solo tipo de punto de vista —cosa que, en el campo de los propios dominadores, puede suponer uniformar la realidad” (Joël Janiaud, Simone Weil, la atención y la acción, México, Jus Alios Ventos, 2010, p.p. 77-78. [60] Rancière, Op.cit., p. 45. [61] Ibid. [62] Op.cit., p. 65. [63]Señala nuestro autor: “Oponemos aquí el diálogo a la retórica: tal forma de concebir a la palabra no implica comercio o intercambio sino solus ipse. En la práctica de la retórica se concibe al otro como un mero escucha, un sujeto pasivo a la espera de ser sometido por el arte de la elocuencia; el discurso retórico no aborda la relación de manera frontal, excluye al diálogo, pues el diálogo consiste en un encuentro que instala vis-à-vis a los interlocutores. La retórica lo aborda con la argucia, el engaño. La retórica no interroga, no duda; tiene la categórica certeza de tener siempre la razón. Plantear el encuentro de las culturas mediante la retórica implica que uno de los elementos debe quedar subordinado, limitado a escuchar la palabra seductora del que le impide hacerse sujeto del habla. El logos, desde un punto de vista dialógico, no puede concebirse como una posesión particular sino como un don compartido” (Ibid. P. 66). [64]Joël Janiaud, Op.cit., p. 9.

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