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Dos cruces

  • Foto del escritor: R4T
    R4T
  • 14 jun 2020
  • 3 Min. de lectura

Actualizado: 16 jun 2020



Germán García

Ir de Kantunilkin a Las Coloradas cada lunes, es algo más que un sacrificio insoportablemente tedioso. Agarrar camino para recoger facturas y regresar, tres horas y media de pasear nuestras frustraciones. Si allá tuvieran un escáner y una conexión a internet. Pero no, ni papelería tienen en ese pueblo. La carretera que antes me calmaba, viendo, oliendo y sintiendo los cedros, los huanacaxtles y las ceibas, hasta me conectaba con el planeta, ahora la alucino. Ni las colitas temblorosas de los tejones que cruzan en clan, me sacan del marasmo. Los flamingos me recuerdan cuando tú eras bebé, con tus nalguitas rosadas. Tu padre aún se importaba de ti… Pero esos tiempos los vamos dejando atrás como el atardecer, que en lo que lo pienso, ya está en el retrovisor.

Ahora te veo como un niño-filósofo, hasta creo que ya piensas en mujeres. Cuando tu papá cobardemente decidió largarse, ya sabías sumar y restar. Me ponías una cara horrible cuando yo gritaba, enloquecida de furia, esperando un milagro, una palabra o un gesto de tu padre que me diera alguna razón para soportar tanta mentira.

- ¿Puedo bajar el vidrio? Rompió el silencio Carlitos.

- ¡Pero por supongo! Contesté queriendo romper mi propio drama.

A las seis de la tarde el aire parece salir de una parrilla. Las nubes han intentado toda la mañana desnaturalizar el sopor sin lograrlo. Solo porque tengo que andar a las vivas con los baches, me mantengo alerta. Las ráfagas de aire caliente levantan la basura que flanquea el camino, las bolsas del súper remontando el vuelo, como garzas heridas, qué horror, me distraen a veces del pozo de mis desgracias. Como si fueran aves de mal agüero los desperdicios de la “vida moderna” revolotean en los costados, como inflamados por los estertores de una tierra herida.

Parece que nos vamos metiendo en un túnel. Cada minuto hay menos luz. La puntita de la carretera, de por sí, nunca la ves, pero ahorita menos.

- Súbele un poquito porque se va a meter la porquería.

- ¡Pero me estoy asando!

- Se va a meter una bolsa de basura y va a apestar aquí adentro.

Dicho y hecho. Que se mete una pinche bolsa llena de olores puerco-ancestrales.

Y cada vez más viento.

Aire y agua. En cosa de un segundo conté más de 10 bolsas de plástico que flotaban igual que tu tierno cuerpecito aquella vez que te metiste al cenote de Tres Reyes y agitabas tus bracitos envueltos en unos ridículos colchoncitos anaranjados. Ese rancho maldito donde tu padre conoció a la secretaria más eficiente que pudo imaginar.

Por esta carretera, hace no mucho, pasaba todo mundo a pie cargando sus botellas de miel, con la niña por un lado y la leña en la cabeza. Lloviera o no, llevándose a la boca sus naranjas peladas, caminaban sin prisa. Iban a todos lados para distraer el hambre y el dolor de muela, sin punto de reposo, sin remedio, sin salida y lo peor, sin tener a dónde llegar. Las blancas ropas de la gente eran ahora evocadas por el plástico blanco del mini, el súper, el mega y el híper mercado. Las esquirlas del “desarrollo”.

Cuando la bolsa de plástico fue succionada por el vacío de mi corazón (así lo sentí yo) Carlitos le tiró un manotazo y mi alma se perdió en un abismo profundo y negro porque vi o reviví una escena que sordamente me acompaña siempre: la primera vez que Carlos osó ponerme la mano encima.

Por instinto levanté mi brazo como para defenderme, la bolsa se congeló frente a mis ojos. Alcancé a tomar la mano de Carlitos como rogándole que no siguiera los pasos su padre. Y en ese instante perdí el control, como en tantas otras ocasiones. Sobrevino el black out, la tragedia, pero nunca el perdón.

Por eso ahora en el camino a Las Coloradas, hay dos cruces. Una grande y una chiquita. Si pasas después de media noche, dicen, puedes oír un grito de rabia y otro de angustia. No se distingue bien a bien de donde sale cada uno.


Foto: Cortesía de Israel Alatorre


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